jueves, 14 de diciembre de 2017

Imperio universal de justicia

Roberto Arosemena Jaén

Hay una utopía, lugar que no existe en ninguna parte, pero todos anhelamos que exista pronto, que viene siendo anunciada hace miles de años: Jerusalén.

Fue, primero, una tierra prometida para los herederos de Abraham. Tierra que al llegar el pueblo escogido estaba en manos de otros. Ese pueblo en diáspora logró asentarse y en un momento formó una monarquía más de guerreros que de sacerdotes, bajo el imperio del rey David. La capital fue Jerusalén.

Esa Jerusalén se convirtió en símbolo sobre todo cuando fue conquistada por el imperio persa y mucho más cuando no quedó piedra sobre piedra al ser destruida por Tito, que luego llegaría a ser emperador romano. Esta radical destrucción sucedió después de la crucifixión de Jesús, un habitante de estas tierras que formó una comunidad religiosa que se extendió por toda le región.

Al transformarse el poder islámico en imperio, los límites del ya desaparecido Jerusalén fueron ocupados y sacralizados por los seguidores del profeta, que lo convirtieron en el tercer lugar más importante del islam. La disputa por esa “tierra prometida” al final del primer milenio de la era cristiana se hizo escenario de las Cruzadas, donde príncipes cristianos y musulmanes lucharon por la ocupación de la renovada Ciudad Santa.

El siglo XX retorna a crear el poder judío-Estado de Israel, con las mismas pretensiones de las 12 tribus guiadas por Moisés y reinterpreta la promesa hecha a Abraham en favor de los descendientes de Isaac. En este contexto el apoyo del poder estadounidense es determinante. Se está en capacidad de desalojar y erradicar a todo aquel que desconozca al sionismo como propietario de Jerusalén y de los límites de la monarquía del rey David.

El contexto y el trasfondo interpretativo de este accidente de declaración del impulsivo Trump, de que Jerusalén es la capital de Israel, es el siguiente:

Pablo de Tarso, el fariseo, devenido en apóstol de Jesucristo, establece que la promesa hecha al legendario patriarca Abraham, sobre su descendencia, que ocupará y dominará la tierra prometida, no es según la carne, entendida como la descendencia de Isaac (mundo judío) ni de Ismael (mundo islámico) sino de la descendencia espiritual divina que es Jesucristo.

Esa Jerusalén, tierra prometida, se configura en un símbolo de justicia por la labor insistente de los profetas -Isaías, entre otros- de la diáspora cristiana y del dominio islámico de la región.

Jerusalén es tierra de Dios (Jehová, Alá, Cristo), allí se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán. No es tierra de reconquista, ni de revancha y tampoco de ira, violencia y muerte.

Pedro divulga la buena nueva de que “nosotros –los cristianos- confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva –la nueva Jerusalén-, en que habite la justicia.”

La visión más acertada de Jerusalén, compartida por Naciones Unidas, es la de que la tierra prometida “hará de árbitro entre las naciones y a los pueblos dará lecciones. Harán arados de sus espadas y sacarán ‘machetes’ de sus lanzas. Una nación no levantará la espada contra otra y no se adiestrarán para la guerra”. ¿No es, acaso, el fin del Consejo de Seguridad de la ONU preservar la paz y garantizar la justicia internacional entre los Estados?

El debate sobre el “estatus de la Ciudad Eterna” no tiene sentido a nivel de territorio nacional de ningún Estado, ni de israelitas ni de palestinos. Es un emplazamiento o localización devenido en símbolo de justicia permanente y de paz perpetua por designios de las ciencias históricas, de las convicciones religiosas y ahora de los debates políticos de altura de las Naciones Unidas, gracias a la decisión intempestiva del provocador Trump.

La Prensa, 14 de diciembre 2017