lunes, 11 de diciembre de 2017

Ética pública: alcance y límites

Ruling Barragán

El pasado martes 5 de diciembre la Autoridad Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (Antai) realizó una feria informativa “sobre las iniciativas y programas que se implementan para la prevención y lucha contra la corrupción, en pro del mejoramiento de la gestión pública, el acceso a la información y la transparencia gubernamental”, la cual también conmemoró de manera anticipada el Día Internacional contra la Corrupción (9 de diciembre).

Entre varias iniciativas de la Antai sobre este tema, trabajando junto con la Autoridad Nacional para la Innovación Gubernamental (AIG), además de instituciones públicas, así como miembros de la sociedad civil, me resultó de particular interés el “curso básico de ética para servidores públicos”, en modalidad virtual. Esta iniciativa, la cual se encuentra apenas en su primera fase –por cierto, muy elemental y que, por lo mismo, requerirá de un sustancial desarrollo, como bien ha reconocido ya la institución– se propone como una herramienta didáctica, entre otras de carácter legal, administrativo e informático para luchar contra la corrupción y, claro, mejorar el servicio público.

Al respecto, me parece pertinente hacer unas consideraciones críticas y valorativas, pues la enseñanza de la ética pública, uno de los distintos modos que adquiere la ética aplicada (la cual es, a su vez, una concreción de la ética filosófica) ha sido siempre, desde un punto de vista profesional, asunto de los profesores de filosofía.

En principio, se ve con buenos ojos el interés creciente (y, de hecho, ya no tan reciente) de las instituciones públicas (y también privadas) por incluir la ética como parte de la formación profesional de sus colaboradores. Entre ellas hay que destacar también al Tribunal Electoral, que incluso ha invitado a expositores internacionales para que diserten sobre esta temática. Sin embargo, puede preocuparnos que quienes organizan y dirigen estas iniciativas en la Antai y otras instituciones no cuenten con el asesoramiento profesional de especialistas en filosofía para la concepción, desarrollo, implementación, monitoreo y evaluación de estas.

Sobre este punto, resulta necesario recordar que, profesionalmente, el principal referente institucional en el territorio nacional sobre el tema de la ética es el Departamento de Filosofía de la Universidad de Panamá. Ahí se imparte la “licenciatura en filosofía, ética y valores”, que comprende asignaturas como la “axiología” (teoría de los valores), “deontología” (ética profesional), “filosofía de los derechos humanos” y “problemas éticos de nuestro tiempo”, entre otras, todas asignaturas muy pertinentes a la formación del servidor público.

Como gremio profesional, los profesores universitarios a cargo de estas asignaturas podrían extrañarse de que no se les invite a ser partícipes de una iniciativa como la que propone la Antai u otras similares, en varias instituciones. La Procuraduría de la Administración, por ejemplo, ofrece regularmente capacitaciones en ética profesional a servidores públicos, pero no nos consta que quienes imparten estas tengan estudios formales en alguna licenciatura de ética.

Otra observación que me parece pertinente subrayar –y que responde al título de esta columna– tiene que ver con lo que la enseñanza de la ética pública (o la ética en general) puede lograr y qué no. Recordando a Schopenhauer, no debemos ser ingenuos y pensar que la enseñanza (ahora virtual) de la ética nos convertirá automáticamente en “buenos ciudadanos” o “mejores personas”. Sin duda, la ética (su estudio formal) nos ayuda a clarificar conceptos, hacer mejores juicios, así como conocer (y también concebir) teorías que intentan comprender y explicar nuestras actuaciones.

Sin embargo, lo fundamental a la ética no es algo meramente conceptual o teórico, sino práctico y existencial. Y esto depende más de la voluntad, el carácter y los buenos hábitos, que en muchos casos son muy difíciles de forjar, sobre todo en personas ya adultas. Voluntad, carácter y buenos hábitos (a estos últimos, Aristóteles les llamaba “virtudes”) que requieren ser atendidos desde la niñez y la adolescencia, no tanto por instituciones del Estado, sino por todas las esferas sociales (familia, planteles educativos, comunidades religiosas, clubes cívicos, deportivos, asociaciones e instituciones culturales, así como medios de comunicación).

Si bien “un curso básico de ética pública” es un positivo e importante paso, su alcance es muy limitado, por lo cual no debe sobrestimarse su valor y utilidad. Como un primer punto en un prolongado y difícil proceso de transformación cultural (que puede tomar décadas), esta iniciativa es indispensable y debe valorarse en su justa dimensión, comprendiéndose bien su alcance y límites. Comprensión que les resulta bastante familiar a los que se han dedicado profesionalmente al estudio de esta materia, pero que no suelen ser tomados en cuenta en estas iniciativas.

Aunque nos encontremos demasiado lejos de ser Noruega en términos de ética pública y anticorrupción, hay que ver con buenos ojos estas iniciativas. Hay personas en nuestro medio que se preocupan sinceramente por estos temas y hacen algo al respecto.

La Prensa, 11 de diciembre 2017