sábado, 24 de diciembre de 2016

Conocimiento, realidad y buen vivir

Roberto Arosemena Jaén

El vivir bien es una fantasía o una convicción que hay que realizar. Lo convincente es realizable, lo ilusorio se escapa de la realidad, se desgasta y, finalmente, se desvanece. Lo realizable es el conocimiento del conjunto de los hechos posibles y se presenta como una creencia o conocimiento bien fundamentada. La ilusión, por el contrario, es una creencia sin fundamento e irrealizable y se le descalifica como una superstición.

Es significativo distinguir la superstición, como falsedad, y la creencia, como conocimientos convincentes, que se transmiten de generación en generación. Toda creencia se fundamenta en la tradición, en los aciertos, en las comprobaciones que pasan de comunidad en comunidad o de padres a hijos y nietos.

Hay ingenuos, apresurados, que asimilan, identifican y confunden superstición con creencias. En este sentido, un testimonio tradicional, como que los seguidores de Jesús lo vieron y lo tocaron resucitado, lo califican como superstición porque es un hecho reservado para los creyentes y para nadie más. Pero, no satisfechos con ese término de “creyentes”, se apresuran a descalificarlos, como grupúsculo de fanáticos dispuestos a morir por su fantasía. Fanáticos, aprovechados, mentirosos, farsantes, maliciosos, malignos y malvados. En este contexto o círculo hermenéutico es imposible desarrollar la acción comunicativa y el principio del discurso que promueven los pensadores del estado democrático constitucional de derecho.

El problema no es descalificar los buenos conocimientos. El problema son las consecuencias de la confusión. La consecuencia de la confusa ignorancia conduce a la ley, del ojo por ojo, a principios erróneos de que no hay seguridad si no te has preparado para la guerra; que toda paz construida con el perdón es efímera; que el único mundo positivo es el de los “intercombatientes y no el de los interlocutores. Que renunciar a la violencia es de débiles y cobardes. Que Sócrates, Cristo y Mahatma son los peores ejemplos de una humanidad pusilánime. En este contexto de fundamentalismos, propio del mundo hegemónico actual, sobresale la prepotencia, y que la guerra y el belicismo son la mejor estrategia de volver a ser grande.

De estas vivencias surge la dialéctica de ganar–perder, ganar–ganar y, finalmente, perder–perder. El viejo Thomas Hobbes enfrentó la situación y propuso la solución: el pacto social de sumisión a un poder que se abstiene de matar, para que todos vivan sometidos a la ley. Con esta fórmula superó el estado de guerra permanente del “hombre, lobo del hombre”, hasta que llegó el horror del 11 de septiembre de 2001.

El pacto de sumisión se fracturó a tal nivel que todos proclamaron la “guerra contra el terrorismo” para generar más terror y más actos de indignidad. Es la geopolítica actual de legiones de gobernantes que marchan abrazados –en falanges– en París, a favor de la guerra contra el terrorismo, y ordenan bombardeos con el objetivo de paralizar y doblegar la voluntad de seguir matando. La hostilidad del perder–perder se extiende inexorable. La civilización de la tecnociencia somete a las culturas de la tradición religiosa. El terror por el terror es la respuesta primitiva, ya profetizada en el preámbulo de los derechos humanos.

El mundo iluminado por la razón y la creencia es el mismo mundo oscurecido por la razón y la fe.

http://www.prensa.com/opinion/Conocimiento-realidad-buen-vivir_0_4650284992.html

jueves, 8 de diciembre de 2016

¿Derechos humanos o utopía?

Ruling Barragán Yáñez

En un artículo publicado hace algunos años, el Dr. Miguel Carbonell, investigador jurídico de la Universidad Nacional Autónoma de México, nos recordaba algo que ya todos conocemos bien, pero nos da mucha vergüenza confesar. “Si tomamos cada uno de los preceptos de la Declaración [Universal de Derechos Humanos] y los confrontamos con los datos que nos arroja la realidad, tendremos frente a nosotros un escenario en el que las grandes promesas se violan de forma masiva, cada día. En el bello preámbulo de la Declaración se afirmaban ideales y valores, como la libertad, la justicia y la paz… la fe compartida en los “derechos fundamentales… en la dignidad y el valor de la persona humana… en la igualdad de hombres y mujeres… la importancia de promover el progreso social y… elevar el nivel de vida… sin embargo, la realidad nos sitúa bien lejos de cada una de ellas”.

Ante la realidad de la mayor parte del orbe, las promesas, ideales, derechos y valores de la Declaración Universal palidecen; incluso podrían verse como una broma cruel, o un caso de ingenuo idealismo. En especial, por quienes han sufrido y sufren crudamente sus vejámenes en cada rincón del planeta.

No obstante, la mayoría de los seres humanos no se resigna a la suerte que les depara tal realidad. En cada uno subyace una “energía utópica” (expresión de Habermas, tomada por Carbonell) que lo impulsa a buscar y construir un mundo mejor. No se trata simplemente de un “deseo de vivir” (Schopenhauer); tampoco, de una “voluntad de poder” (Nietzsche). De hecho, resulta difícil precisar esta compleja, pero significativa noción que atañe a la humanidad de modo fundamental. Al respecto, Hegel hablaba del “deseo de reconocimiento” que tiene cada individuo con relación a los otros. Y un filósofo algo olvidado, Bloch, hace unas décadas concebía “el principio esperanza”. Todas estas nociones, apuntan de una u otra manera, a un mismo propósito, inscrito en el corazón humano.

Sea cual sea el pensador o la expresión que elijamos, en toda persona que no se ha rendido en la lucha por la vida (aun cuando se haya debilitado a través de la misma), subsiste una energía que la impulsa a esperar y realizar “lo que todavía no es, pero debe ser”. Este impulso es la materia de que estamos hechos. No se trata de un sueño o una fantasía. Se trata de algo inherente y necesario a la naturaleza humana. Así pues, donde haya seres humanos con suficiente voluntad y conciencia, se canalizará la energía utópica que nos mueve hacia la búsqueda y construcción de los derechos humanos. Y asimismo, otras utopías a las que apuntan las esperanzas colectivas de la humanidad. Esperanzas que a menudo generan y se manifiestan en los mitos y ritos de las religiones, los proyectos e investigaciones de las ciencias, así como las intuiciones y creaciones de las artes.

Si estas apreciaciones son correctas, entonces las promesas de los derechos humanos no son ninguna broma cruel ni una ingenuidad idealista. Se trata de algo que es propio a la condición humana, en todo tiempo y lugar. Las energías utópicas se podrán agotar en algunos (incluso la mayoría), más nunca se extinguirán en todos. Mientras sea así, la existencia del ser humano no será en vano y estará lejos de ser un absurdo. Aunque la realidad no le dé la razón, la energía utópica, sí. Y solo ella bastará para justificar el ideal de los derechos humanos, entre otros ideales.

http://www.prensa.com/opinion/Derechos-humanos-utopia_0_4638286215.html