jueves, 26 de octubre de 2017

De Cristo en el mundo del capital

Ruling Barragán

En una discusión teológica que se dio hace algunos años entre unos académicos norteamericanos –discusión en apariencia muy ajena a nuestras más tropicales y mundanas preocupaciones– David Bentley Hart, un filósofo y teólogo ortodoxo argüía frente a sus críticos que luego de haber traducido del griego el Nuevo Testamento y meditar concienzudamente sobre aquellos pasajes en que se habla de las riquezas, no veía por ninguna parte que los primeros cristianos distinguieran entre riquezas legítimas e ilegítimas. Para ellos –señalaba Hart–, toda riqueza era ilegítima. No había medias tintas.

Sin embargo, no hay que ser un erudito en griego koiné o un teólogo cristiano para saber que los primeros seguidores del Nazareno rechazaban la posesión de riquezas, “teniendo todo en común”, como indica un pasaje de la Biblia (Hechos 4:32), avalado por algunos marxistas en su momento. No obstante, nuestra actual atmósfera cultural entiende el asunto de un modo harto distinto.

Hoy en día no solo vemos con buenos ojos las riquezas, sino que endiosamos a todo individuo que sea un “vivo ejemplo” de “éxito financiero” (individuo que, en nuestros lares, suele ser más “vivo” que “ejemplo”, lamentablemente).

Algunas iglesias (creo que muy pocas –espero–) incluso van más lejos; afirman que la riqueza es señal segura de que Dios está de tu parte, como la no tan desconocida ni desaparecida prosperity theology (o health and wealth gospel–evangelio de la salud y la riqueza– que tuvo sus días de gloria (y también de pena) en Estados Unidos durante los años 80. A mí, aun si no soy católico, déjenme con la “opción preferencial por los pobres” y las más actuales vertientes de la teología de la liberación (Boff, por ejemplo).

No se trata aquí del dinero en cuanto tal, que simplemente es un medio que abrevia nuestras transacciones, sino de la riqueza en sí, es decir, de la abundancia (o más bien, sobreabundancia) de dinero y/o bienes materiales poseídas por una sola persona (o un grupo reducido) en el contexto de un gran número de gentes en precaria situación material (pobreza o pobreza extrema).

Desde cierta perspectiva psicológico-moral, resulta algo enfermizo sentirse orgulloso de ser rico en medio de pobres. Comprendo que alguien se pueda sentir “afortunado” o “agradecido” (o incluso “bendecido”), pero ¿orgulloso? Tal orgullo sería más bien señal de vanidad, prepotencia y hasta crueldad. Como quien se siente “orgulloso” de ver entre los ciegos, o de tener miembros entre amputados…

Hoy día, lo sensato es no ver nada malo en poseer o querer adquirir riquezas; el problema podría ser el cómo se obtienen y cómo ellas podrían hacer de nosotros ejemplos (positivos) para los demás. Y no solo ejemplos, sino agentes de cambio, para ayudar a los demás a salir de la pobreza (y si se va más allá, haciéndolos ricos, pues mejor).

Sin embargo, tener riquezas y ayudar a los demás a tenerlas, aunque todavía incompatible con el cristianismo primitivo (recordemos, para ellos toda riqueza era mala), resulta congruente con dos remanentes de cristiandad presentes (al menos formalmente) en nuestras democracias modernas: la igualdad y la solidaridad.

Como sabemos, el cristianismo y otras religiones nos enseñan que, en el fondo, todos somos iguales y que debemos ayudar a los necesitados. Si hoy somos muy desiguales económicamente y no sentimos ninguna caridad u obligación por los pobres (o nos sentimos “orgullosos” de no ser uno de ellos), o nuestra principal preocupación es tener más (cuando ya tenemos harto suficiente), entonces andamos muy mal.

No hay que ser cristianos o “religiosos” para entender esto.

¿O sí?

https://www.prensa.com/opinion/Cristo-mundo-capital_0_4879762112.html

lunes, 16 de octubre de 2017

La muerte, absurdo existencial

Ruling Barragán

Quería haber escrito y publicado esto mucho antes, pero el trabajo no me lo permitió.

Hace tres meses, me informaron de la muerte de uno de mis estudiantes.  Se trataba de un adulto mayor, quien atendió tres cursos de filosofía conmigo. Aunque extranjero, se había nacionalizado panameño hacía muchos años. Su acento era ya más panameño que catalán. Inteligente y cortés, enfrentaba la adversidad con simpáticas ironías.  Conversé varias veces con él fuera de clases, en los pasillos, las paradas y los buses.  A su edad -calculo que tenía como 60 y tantos años- pasaba por dificultades económicas.

Procuraba conseguir trabajo, para laborar dos años más en nuestro país y, con ello, poder sumar a su humilde jubilación panameña una pensión (también humilde), que le correspondería por ser ciudadano español.

De haberlo logrado, se hubiera ido a vivir a España, y así pasar sus últimos años con algunos familiares que le instaban a vivir con ellos.  Traté de ayudarlo un par de veces en su búsqueda de empleo, pero sin éxito.  Dos semanas antes de su fallecimiento, me llegó un anuncio –de un mejor trabajo que los que conoció en sus últimos años –, pero no le pude contactar para decirle y recomendarlo.

Por supuesto, no es la primera vez que sé de la muerte de alguien con quien he tenido un trato afectuoso.  Como a muchos de ustedes, que ya sobrepasamos más de la mitad de la vida que en promedio tendríamos que vivir, se me han muerto familiares, e incluso amigos que no llegaron a cumplir 35 años. Sin embargo, es la primera vez que escribo directamente sobre este tema.

La muerte es un fenómeno cuyo sentido fundamental solamente puede ser abordado propiamente por la filosofía o la religión, no por la ciencia moderna.  Por qué es esto así, se preguntarán. Lo que sucede es que para el pensamiento científico-técnico, las cuestiones acerca “del sentido de la vida” (y, por ende, “del sentido de la muerte”) no tienen cabida.  Las ciencias y tecnologías modernas no abordan asuntos que tengan que ver con el “sentido de las cosas”; mucho menos aún, con un “sentido fundamental”, si acaso lo hay y podemos conocerlo.

Aunado a lo anterior, para las ciencias (las de carácter biológico, en este contexto) la vida humana no se diferencia en nada de la vida de cualquier otro ser vivo.  Los seres vivos son aquellos “seres que nacen, crecen, se reproducen y mueren”, como simplonamente dicen algunos viejos textos de biología para niños y adolescentes.  Para la ciencia moderna en general, solo somos “algo que ocurre y luego deja de ocurrir”, como cualquier otra cosa que llega a existir.

Hay quienes, por supuesto, prefieren ni siquiera pensar en la muerte.  El mero intento de pensarla les estremece o desconcierta, dejando su mente en blanco, sin palabras.  Esto es algo natural, perfectamente comprensible.  La mente humana no está capacitada, en sus funciones habituales, para tratar este asunto; es un aparato para sobrevivir aquí y ahora, no para reflexionar  ordinariamente sobre esta materia.

Sin embargo, cada uno de nosotros, en especial aquellos que avanzamos más en años, repensamos este tema un poco más cada vez.  Y no solo para arreglar cuentas aquí antes de partir (a quién le dejaremos algún dinero o propiedad), sino para comprender (aunque sea muy precariamente) qué y cómo será esto de morir.

Más aún, para aprender cómo debemos vivir si comprendemos de todo corazón lo que significa ya no estar aquí, lo cual (creo) todos atisbamos cuando nuestros familiares, amigos y contactos -en fin, todos aquellos que hemos querido de alguna u otra manera- empiezan a dejarnos.

El autor es docente universitario

domingo, 8 de octubre de 2017

Fé, ateísmo y males horrendos

Ruling Barragán

Marilyn McCord Adams (1943-2017), una distinguida filósofa y teóloga norteamericana, además ministra de la Iglesia episcopal, propuso una expresión para referirnos a los más pérfidos y espantosos actos de perversidad humana. Ella los denominó“males horrendos”( horrendous evils).

Con esta expresión también se refería –mucho más en especial– a todos los sufrimientos y muertes causados por crímenes cuyo grado de maldad es tal que no existe forma alguna, humanamente hablando, de reparar o restituir la vida y dignidad de sus víctimas inocentes. Bajo este concepto igualmente se incluyen todo el mal, muerte y sufrimiento ocasionados por catástrofes naturales, penosas enfermedades y trágicos accidentes, que destruyen todo el sentido que pueda contener, actual o potencialmente, la existencia de una persona.

Seamos creyentes o no, es un hecho innegable que los males horrendos son un incomprensible y doloroso fenómeno que nos afecta a todos. Indeciblemente más aún si nosotros mismos –o nuestros seres más queridos– somos víctimas de tales males. Sin embargo, la mayor parte de las veces, solamente somos sus espectadores. Males que hoy día se divulgan masivamente y reiteran indiscriminadamente –día y noche– a través de tabloides, noticieros y programas de televisión, incluyendo la internet, generándonos serias dudas acerca del valor de la vida humana y su dignidad. En especial, el de las víctimas, pues no hay manera de compensar, ni moral ni legalmente, este tipo de males.

Para los creyentes, al menos aquellos que se suscriben a las religiones semíticas (judaísmo, cristianismo e islam), la respuesta a estos males se encuentra en una esperanza metafísica: que Dios, al final de los tiempos, recree los cielos y la tierra, restaurando con justicia y bondad perfecta a la humanidad. Y esto, por los siglos de los siglos.

Al asumir esta respuesta, sin embargo, los creyentes confrontan un serio problema intelectual (o “epistémico”, si me permiten un término técnico): cómo mostrar racionalmente, para sí y para los no creyentes, que sus esperanzas no son nada más que una bondadosa ilusión. Para los no creyentes, sin embargo, quienes no aceptan la esperanza que proponen las religiones, el problema no es epistémico. La ciencia moderna y su tecnología son consistentes con la visión del mundo que tiene el ateo. Sin embargo, también tiene un problema, pero de otro tipo, uno de orden moral. Pero este no tiene que ver con la estúpida idea de que “los creyentes son necesariamente mejores personas que los no creyentes” (o la igualmente estúpida idea que pone a los ateos como forzosamente mejores).

El problema moral del ateo ante los males horrendos es cómo conciliar su filosofía con tales hechos sin albergar, en el fondo de su corazón, cierto pesimismo o nihilismo.