domingo, 8 de octubre de 2017

Fé, ateísmo y males horrendos

Ruling Barragán

Marilyn McCord Adams (1943-2017), una distinguida filósofa y teóloga norteamericana, además ministra de la Iglesia episcopal, propuso una expresión para referirnos a los más pérfidos y espantosos actos de perversidad humana. Ella los denominó“males horrendos”( horrendous evils).

Con esta expresión también se refería –mucho más en especial– a todos los sufrimientos y muertes causados por crímenes cuyo grado de maldad es tal que no existe forma alguna, humanamente hablando, de reparar o restituir la vida y dignidad de sus víctimas inocentes. Bajo este concepto igualmente se incluyen todo el mal, muerte y sufrimiento ocasionados por catástrofes naturales, penosas enfermedades y trágicos accidentes, que destruyen todo el sentido que pueda contener, actual o potencialmente, la existencia de una persona.

Seamos creyentes o no, es un hecho innegable que los males horrendos son un incomprensible y doloroso fenómeno que nos afecta a todos. Indeciblemente más aún si nosotros mismos –o nuestros seres más queridos– somos víctimas de tales males. Sin embargo, la mayor parte de las veces, solamente somos sus espectadores. Males que hoy día se divulgan masivamente y reiteran indiscriminadamente –día y noche– a través de tabloides, noticieros y programas de televisión, incluyendo la internet, generándonos serias dudas acerca del valor de la vida humana y su dignidad. En especial, el de las víctimas, pues no hay manera de compensar, ni moral ni legalmente, este tipo de males.

Para los creyentes, al menos aquellos que se suscriben a las religiones semíticas (judaísmo, cristianismo e islam), la respuesta a estos males se encuentra en una esperanza metafísica: que Dios, al final de los tiempos, recree los cielos y la tierra, restaurando con justicia y bondad perfecta a la humanidad. Y esto, por los siglos de los siglos.

Al asumir esta respuesta, sin embargo, los creyentes confrontan un serio problema intelectual (o “epistémico”, si me permiten un término técnico): cómo mostrar racionalmente, para sí y para los no creyentes, que sus esperanzas no son nada más que una bondadosa ilusión. Para los no creyentes, sin embargo, quienes no aceptan la esperanza que proponen las religiones, el problema no es epistémico. La ciencia moderna y su tecnología son consistentes con la visión del mundo que tiene el ateo. Sin embargo, también tiene un problema, pero de otro tipo, uno de orden moral. Pero este no tiene que ver con la estúpida idea de que “los creyentes son necesariamente mejores personas que los no creyentes” (o la igualmente estúpida idea que pone a los ateos como forzosamente mejores).

El problema moral del ateo ante los males horrendos es cómo conciliar su filosofía con tales hechos sin albergar, en el fondo de su corazón, cierto pesimismo o nihilismo.