sábado, 19 de junio de 2010

La centralidad de la lógica

Francisco Díaz Montilla

Desde los tiempos de Aristóteles, la lógica fue concebida como el "órgano" o instrumento de las ciencias. Desde entonces esa idea ha permanecido inalterada. Barwise y Etchemendy lo ilustran muy bien en su obra "Language, Proof and Logic" cuando se preguntan: "¿Qué tienen en común los campos de la astronomía, economía, las finanzas, la matemática, la medicina, la física y la sociología? Con seguridad no mucho en cuanto a su objeto de estudio. Y tampoco con respecto a sus metodologías. Lo que tienen en común entre ellas y con muchos otros campos es su dependencia de ciertos estánares de racionalidad. En cada uno de estos campos se supone que los participantes pueden diferenciar entre la argumentación racional basada en ciertos principios aumidos o evidentes, y especulación descabellada o "non sequiturs", afirmaciones que de ninguna manera se sigue de las premisas. En otras palabras, estos campos todos presuponen una aceptación subyacente de principios básicos de la lógica"...

http://doxa-filosofica.blogspot.com/2010/06/la-centralidad-de-la-logica.html

miércoles, 2 de junio de 2010

La espiral de la historia y otras minas

Pedro Luis Prados S.

Un desaparecido político nuestro dijo en una ocasión: “la historia se repite en espiral”, no sé si previendo un tercer golpe de Estado o porque leyó algún texto de Nietzsche, anunciando el eterno retorno. Aunque no soy de los que creen en la repetición de los ciclos históricos, por lo atroz que sería revivir algunos de ellos, no deja de asombrarme la similitud de hechos, personajes y consecuencias de algunos eventos que reiteran ominosas experiencias pasadas.

El pasado 14 de mayo se firmó, en la ciudad de Ottawa, el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Panamá y Canadá, que se venía fraguando con el gobierno anterior desde octubre de 2008 y suspendido por las vicisitudes electorales, pero que fue retomado de inmediato por el nuevo gobierno que cerró negociaciones durante la visita de Stephen Harper, primer ministro canadiense, el pasado 11 de mayo. Finalmente, el tratado fue suscrito por los ministros de Comercio de ambos países.

Una de las cosas más inquietantes en la firma de la negociación son las declaraciones del ministro de Comercio canadiense Peter Van Loan, quien señaló: “Algunos de los elementos de protección de las inversiones extranjeras [en el tratado] ayudarán a proyectos mineros”. El ministro canadiense explicó que esos proyectos podrían generar pedidos de equipos mineros y que el TLC permitirá a las empresas canadienses competir con Estados Unidos en un mercado que ha sido tradicionalmente suyo. Por su parte, su homólogo panameño Roberto Henríquez dijo que la llegada “de inversión canadiense a Panamá con seguridad va a crecer de manera explosiva”, principalmente ahora que el país “ha decidido desarrollar una política seria en el sector de la minería, ya que Canadá es el minero del mundo”.

Reitero lo de inquietante, porque no está clara la naturaleza ni la ubicación de esas concesiones mineras, las áreas de afectación, la tecnología a utilizar ni el impacto en el precario ecosistema de un país tan pequeño y limitados recursos como el nuestro. Sabemos, no por información gubernamental, sino por un programa del Grupo Albatros, entidad con respaldo internacional y muy seria en sus investigaciones, que en Panamá hay por el momento 109 solicitudes de explotación minera que alterarían 2 millones 400 mil hectáreas; que se han aprobado hasta el momento nueve de ellas con una afectación de 154 mil hectáreas y que las mismas abarcan el Corredor Biológico Mesoamericano, zona de frágil equilibrio ecológico, al igual que zonas importantes de la región montañosa del Darién, de igual riqueza ambiental.

El rechazo a la minería en otros países del continente debe mantenernos muy alertas sobre su instalación en el país. La experiencia de La Alumbrera, en Argentina, puso a las comunidades en contra de las concesiones a las canadienses Meridian Co. y Río Tinto, S.A.; en Arequipa, Perú; Baja California, México, Esmeralda, Ecuador y, más recientemente, en Santa Cruz Quiché en Guatemala, las comunidades han rechazado con movimientos y consultas populares las minas en sus territorios.

Empresas mineras y petroleras han sido demandadas en los tribunales de Estados Unidos y otros países por la violación a los derechos humanos. Tal es el caso de Chevron en Ecuador, Nigeria y Burma; Río Tinto en Papúa Nueva Guinea; Shell en Nigeria; Freeport McMoran en Indonesia; Drummond Coal en Colombia y Exxon Mobil en Indonesia.

Las empresas extractivas contribuyen directa o indirectamente a la violación de los derechos humanos, cuando no generan, conjuntamente con los gobiernos, procesos de consultas adecuados en las comunidades, las desalojan de las tierras reclamadas por las empresas y contaminan los recursos de las comunidades, como son el agua y la tierra, de los que dependen para su vida.

Ahora que el señor Ricardo Martinelli ha sometido a debate un proyecto de ley que garantiza la consulta popular en las decisiones importantes del Gobierno, sería oportuno que encabece su agenda con una consulta a las comunidades en peligro de afectación, para determinar si estas quieren o no los proyectos. De lo contrario, ese tratado sería una imposición que pasaría de forma expedita en una Asamblea Nacional que, sabemos, toma decisiones unánimes, como otro que ya solo la perversión de la memoria se empeña en recordar en un cíclico retorno y que padecimos casi un siglo.

La espiral de la historia me trae a la memoria una anécdota de triste recordación para el pueblo boliviano sobre el dictador Mariano Melgarejo (1864-1871), según la cual él, deslumbrado por un magnífico caballo blanco obsequiado por el emperador Pedro I del Brasil, tomó una pata del equino, la colocó sobre un mapa de Bolivia y regaló en reciprocidad el área marcada por el casco del animal y, con ello, la región de Acre, de 150 mil km2, un rico yacimiento de gas y carbón mineral, parte de la Amazonia brasileña.

Con la misma celeridad cedió regiones del altiplano a las mineras inglesas, desalojando a sangre y fuego a miles de comunidades indígenas. Sin embargo, como ahora le toca al pueblo y esto no ocurrirá, puedo seguir leyendo mi periódico al revés, como lo hacía el sátrapa del altiplano –que no sabía leer– y responder a quien me haga ver el error como aquel inoportuno soldado del palacio: ¡Carajo, el que sabe leer, lee!

http://impresa.prensa.com/opinion/espiral-historia-minas_0_2853464759.html