viernes, 24 de junio de 2016

Nuestro canal: reflexiones que deben ser recordadas después del 26 de junio de 2016

Roberto Arosemena Jaén

El imaginario colectivo ha declarado que el Canal de Esclusas es panameño. Este alarde de propietario se alimenta de declaraciones oficiales, mediáticas y de redes sociales de información. Estamos esperanzados que el 26 de junio de 2016 el futuro de riquezas y bienestar se derramarán sobre la sociedad panameña. Ya no se trata de la vieja fantasía de 1903, sino de la realidad aclamada del Canal Ampliado. Por desgracia, es una horrible falacia.

No obstante, el país está de fiesta y las celebraciones se comparten selectiva y masivamente en pequeños y grandes festines. Todos estamos invitados, pero nunca dejan de faltar los aguafiestas, y yo me incluyo entre ellos. Me opuse al Tratado de neutralidad permanente, votado en dictadura; me opuse al Referendo de la Ampliación, donde más de la mitad se abstuvo y casi un tercio votó en contra. En efecto, el 70% de los que votaron, votaron por la Ampliación.

Por otra parte, me cuento entre los ciudadanos que aspiran y luchan, en la medida de sus posibilidades, por una patria soberana y una comunidad próspera y digna. Somos dueños no sólo del Canal, sino de la Zona de Tránsito, de sus aguas ribereñas, de sus minas y cuencas hidrográficas. En esto consiste, la verdad histórica de la lucha de los panameños. Sólo la verdad de este proyecto histórico de nación, nos hará libres.

Urge insistir en la verdad histórica para ser libres. Es un hecho notorio que se tiene un pacto de funcionamiento permanente del Canal. Los Instrumentos de Ratificación –prohíben a Panamá a hacer un presupuesto para que los peajes beneficien a su población. El objetivo de los peajes es autofinanciar al Canal. No existe incertidumbre sobre los Ingresos del Canal. La Reserva 4 y Entendimiento 1 del Tratado de Neutralidad y Funcionamiento permanente son de estricto cumplimiento. De qué sirve ser dueño formal y hasta constitucional de todo nuestro territorio, sino tenemos libertad ni arbitrio para establecer un presupuesto canalero que produzca ingresos fiscales. Los excedentes del Canal son migajas para un país empobrecido.

Armadores, compañías navieras, inversionistas, mandatarios, emprendedores y especuladores mundiales están deslumbrados por esta magna obra que beneficia a los dueños del transporte marítimo de la costa este y oeste de los Estados Unidos de América y al resto de los comerciantes y armadores del mundo. Este plan deliberado y perverso de beneficiar a los fuertes fue vislumbrado por Jimmy Carter y Omar Torrijos cuando firmaron los criterios y los factores a considerar para determinar los ingresos del Canal.

La realidad y la seguridad jurídica del manejo del Canal Ampliado se basa en un protocolo ya pactado y que las autoridades panameñas no se atreven a debatir. Todo lo contrario, quieren sepultar nuestras claudicaciones en ese imaginario masivo de que el Canal es Nuestro.

Algunos defensores oficiosos de la administración canalera, en rigor, tendrán que proponer alternativas beneficiosas para la población panameña. Estas oportunidades colaterales tendrán que surgir no de las migajas de los excedentes, sino de las inversiones que se desarrollen en las riberas del Canal para darle apoyo logístico al aumento del tráfico.

Hay que superar el protocolo del manejo actual que imponen los tratados canaleros. Es una labor difícil pero impostergable. El tema del canal no es de imaginarios sino de realizaciones. Es un tema político de realismo fáctico –no mágico-. Además, es un tema de la esfera pública. Tema que requiere de una cultura de reciprocidad y equilibrio diplomático que tiene que distanciarse del exhibicionismo publicitario y del reduccionismo administrativo, que blinda de la consulta democrática y ciudadana todo lo concerniente al mito del Canal. Gritar que somos dueños del Canal es repetir esa paradoja que Justo Arosemena señaló 150 años atrás: saludar en los puertos a buques con banderas que no son nuestras.

El autor es filósofo y abogado panameño.

martes, 14 de junio de 2016

El alto costo de la educación superior

Francisco Díaz Montilla

Posiblemente, una de las pocas verdades claras y distintas en materia económica es que nada es gratuito. La Constitución panameña, por ejemplo, señala que la educación (inicial, premedia y media) es gratuita, pero si nos detenemos por un momento a evaluar la ley presupuestaria, nos percataremos de cuán costosa es realmente.

En contraste con la inicial y la premedia, ni la educación media ni la superior son obligatorias. Es decir, los padres de un estudiante que alcanza el noveno grado, no están obligados a enviar a sus hijos para que culminen estudios de bachillerato, y los que superan el duodécimo grado no están obligados a asistir a la universidad.

Lo anterior, sin embargo, no es óbice para que el Estado destine en su presupuesto general una importante cantidad de dinero para el funcionamiento de los colegios y universidades. De hecho, en materia de educación superior, si nos atenemos al presupuesto del año 2016, constataremos que el Estado ha destinado aproximadamente el 2.04% al funcionamiento de las cinco universidades oficiales.

De ese total, el 56.21% se destinó a la Universidad de Panamá (UP). Uno puede concluir a priori que se trata de un gasto ridículo si se compara con otros tal vez menos necesarios. Y posiblemente sea correcto. Pero comparado con los costos en universidades particulares, ¿cuán barata es realmente la educación superior pública?

A manera de ejemplo, tengamos presente que en el año 2015 la UP recibió un presupuesto de $209 millones 394 mil 900 para funcionamiento e inversión.

Consideremos, además, que la matrícula promedio en ese año fue de 51 mil 254 estudiantes. Si relacionamos el monto asignado con la matrícula, quiere decir que cada estudiante le costó a la sociedad panameña aproximadamente $4 mil 85 ese año. Bajo el supuesto de que la cantidad de matrícula y el presupuesto asignado sean invariantes, y teniendo en cuenta que las licenciaturas (salvo medicina, odontología, entre otras) tienen una duración de cuatro años, quiere decir que el costo de graduar a un profesional en la UP sería de aproximadamente $16 mil 340. Esta cantidad se incrementa por el hecho de que a los estudiantes les toma más de cuatro años graduarse.

Posiblemente los costos en que incurre la sociedad panameña para financiar los estudios de sus profesionales sean menores en los otros centros de educación superior. Sin embargo, pareciera prima facie que el costo promedio en las universidades públicas es mayor que en las particulares. Deberíamos plantearnos si es más viable para el Estado becar a cada estudiante en alguna universidad particular o, incluso, enviarlos a algunos países vecinos. Se trata, pues, de un tema que desborda a las universidades y atañe a la sociedad panameña en su conjunto.

Plantearse esta cuestión es posible siempre y cuando nos planteemos como sociedad el problema de la educación superior desde un punto de vista institucional, sin apasionamientos y bajo parámetros realistas. Lamentablemente, es poco probable que esto ocurra, pues persiste la arraigada idea de que el Estado debe brindar educación superior a los ciudadanos. Y posiblemente así sea, pero no a cualquier precio. En materia de educación superior, la carga de los costos debe ser más equilibrada, pues –como hemos indicado- la educación superior no es obligatoria.

http://impresa.prensa.com/opinion/educacion-superior-Francisco-Diaz-Montilla_0_4506299396.html