martes, 29 de noviembre de 2016

El amanecer de los cristales

Roberto Arosemena Jaén

El “depravado y malvado Trump”, descalificado por Barack Obama: “no puede ser presidente de los Estados Unidos”. No obstante, el 9 de noviembre, al amanecer, se había transfigurado en Presidente constitucional, gracias al sistema electoral de la “democracia estadounidense”.

Bastó una noche angustiosa de conteo y revisiones para ir realizando la metamorfosis. El malo se hizo bueno, el depravado se hará virtuoso, así lo afirmaron –el día después- los portaestandarte de los acusadores de Trump. La sorpresa no es la posibilidad de que unas elecciones haga sabio al imprudente, ni veraz al mentiroso; la sorpresa fue, por el contrario, que el
veraz y creíble de Obama se nos presentase como un farsante. El mero hecho de ocupar el cargo de Presidente de los Estados Unidos, lo obligó a esconderse debajo de un velo de ignorancia sobre todas las ejecutorias de Donald Trump, así lo creyó, ingenuamente, el señor Obama.

El 50% de los más de cien millones de votantes que votaron por Hillary, Presidente, votaron contra Trump. Ahora, sólo los oportunistas, aceptan las debilidades de Hillary y Obama de gritar “Trump es Nuestro Presidente”. Mientras, millones indignados, los desprecian cada vez que gritan: “Trump no es mi presidente”. La resignación de Hillary, pocos la entienden, de mantenerse en su urna de cristal, sin percibir, que su claudicación ante Trump, la sepulta a un pronto olvido y ponen en peligro la continuidad del partido demócrata que se ha transformado en un aparato de ambiciones presidenciables y ha dejado de ser un movimiento de decencia y honestidad democrática. Ojala que el dicho de Trump sobre la “corrupción del sistema partidista” sea, realmente, una mentira.

Entiendo, no obstante,  que Obama no pueda declararse rebelde al Presidente institucional electo, pero no acepto que se niegue a encabezar la oposición anti Trump. Es lo menos que se puede esperar. Si no se atreve a ir más allá de una leal oposición, por lo menos que no se transforme en un “consejero bien pagado” del hombre que no puede manejar la seguridad atómica del planeta.

El riesgo Trump presidente es doble. De una parte su temperamento impetuoso y su carácter voluntarioso. Con esa personalidad ha logrado triunfar en acumular riquezas y ahora, inicia el camino de utilizar el imperio planetario de Estados Unidos. De otra parte, la crisis que padece el poder estadounidense ante el desarrollo devastador de la globalización de la inversión, producción, distribución y consumo no es una pequeña crisis, sino una grave crisis que puede hacer colapsar el sistema económico, pero, al mismo tiempo, puede catapultar a Trump a un poder irracional incontenible.

Esta crisis que crece y se desborda día a día no ha sido ni siquiera entendida por el Grupo de los 8, de los 22, ni por los omnipotentes del FMI, de las trasnacionales y los incógnitos de Davos. En contraste, con esta ineficacia sostenida y subrayada, surge el tozudo e irracional Donald Trump que cree y sostiene que él si puede volver hacer grande el sueño y la fantasía americana. Para eso cuenta con la soberanía imperial del país y la sociedad que el concibe la más grande, la más potente y la única con derechos a ser el destino manifiesto.

Ni Trump es Hitler, ni los Estados Unidos del siglo XXI, es la Alemania de los años treinta. Sin embargo, la maldad tiene múltiples senderos. Por ejemplo, una fue la noche de los cristales rotos (Kristallnacht) del 9 de noviembre de 1938. Los días siguientes, la prepotencia del líder nazi congeló el liderazgo mundial y colocó al mundo a la defensiva. Dos años necesitó el mundo para iniciar el contra ataque y esto gracias a figuras emblemáticas como Churchill, De Gaulle y el anciano de Franklin D. Roosevelt. ¿Qué sucederá cuando Trump diga que terroristas están matando patriotas estadounidense y exija el juramento de que nadie residente en Estados Unidos de América puede desconocer a su Presidente?

Nuestra calidad de vida y nuestra dignidad es tan trascendente que no se puede admitir que sea alterada por la pusilanimidad de los poderosos que coquetean con el poder imperial.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Repensar o recordar el sentido de las cosas

Ruling Barragán

Luego de Otto y los tristes episodios acontecidos por él en Panamá–en especial, el de aquel niño que murió aplastado por un árbol–, reparaba en que, a pesar de los grandes avances científicos y tecnológicos de nuestros tiempos, los problemas fundamentales del ser humano nunca serán resueltos por aquellos avances. El bien, el mal, la libertad, la justicia, el amor, la felicidad, el sufrimiento y la muerte. En fin, todas las cosas que tienen que ver esencialmente con el sentido de la vida.

La ciencia y la tecnología solo nos ofrecen temporales paliativos para lidiar con males particulares, pero –en definitiva– no buscan ni pueden brindar un “sentido último de todas las cosas”. Y este sentido –cuya búsqueda y encuentro era antaño labor de las religiones y las filosofías– hoy día es cada vez más ignoto, incomprensible e irrealizable.

En este contexto, muchos individuos ejercen una “decisión existencial”. Esto es, debido a que resulta imposible concebir en qué pueda consistir el “sentido último de todas las cosas” (incluso determinar si esta expresión tiene algún significado) deciden por sí mismos cuál es o debe ser ese sentido con base en la voluntad individual. En palabras sencillas y concretas: cada uno decide el sentido (o sinsentido) último de todo.

Otros, no deciden por su propia voluntad en qué puede consistir este sentido, sino que les es dado, recibido en una experiencia de carácter extraordinario. De esta no quedan dudas, sino una indubitable certeza. Así, este sentido es provisto por una certidumbre absoluta, producto de la sola fuerza de una portentosa experiencia. Aquí, la voluntad no decide por sí misma, sino que se ajusta irresistiblemente a lo que le ha acontecido de manera excepcional. Otra vez, de modo sencillo y concreto: para algunos el sentido de la existencia es producto de una experiencia extraordinaria.

Por otro lado, la mayoría de la humanidad cree –aunque se desconozca a ciencia cierta– que sí hay un sentido, pero que solo se accede a él a través de la fe.

En cualquier caso, ningún individuo puede eludir lo siguiente: aquello que se cree (o no), decide o experimenta se entreteje siempre en una interpretación. Como hace buen tiempo nos dicen algunos pensadores: no hay hechos “puros”, sino interpretaciones. Esto, empero, no significa que todas ellas son igualmente válidas. Las hay más (o menos) razonables que otras.

Así pues, la mera interpretación no es suficiente ni antojadiza. Se requerirán razones, que podrán o no convencer a los demás, sean pocos o muchos, pero nunca a todos.

Vuelvo a pensar en las tragedias del huracán. La ciencia y la tecnología podrán en un futuro prevenir más daños y evitar más muertes, pero hay males y sufrimientos que nunca podrán ser reparados por ningún esfuerzo o institución humana. Para la gran mayoría, los males irreparables son asuntos de la fe y la esperanza que les brindan sus religiones. Para otros –muy pocos– son temas de unas cuantas y raras filosofías, que aún se preocupan del sentido último de las cosas. Filosofías hoy día venidas a menos, pues sus reflexiones y conclusiones no complacen a científicos y tecnólogos (tampoco a políticos, juristas ni empresarios). No obstante, filosofías cuyas razones son indispensables a ciertas personas, porque aquel sentido –que parece no existir en los males y sufrimientos humanamente irreparables– aún les parece digno de ser pensado y recordado, no ignorado ni olvidado.

https://www.prensa.com/opinion/Repensar-recordar-sentido-cosas_0_4628537247.html

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Inmigración prohibida en Panamá

Francisco Díaz Montilla

Causas pequeñas, grandes efectos. Quien maneje información mínima sobre teoría del caos sabe la importancia que este principio tiene, tanto en el ámbito físico como social.

El principio es válidamente aplicable a los delirios ultranacionalistas del movimiento antiarepas y antitequeños que ha empezado a gestarse en Panamá. Su alcance ha sido hasta ahora mínimo, pero ello es lo de menos. No se requiere de un gran movimiento para que los efectos sean de proporciones épicas, y en este caso dichos efectos pueden ser desde insultos y agresión verbal, hasta enfrentamientos entre “nacionalistas panameños” y extranjeros.

Pareciera que la regla de oro en materia migratoria: “trata al migrante como te gustaría que te traten, en caso de que el migrante fueses tú” no es válida para alguna gente de este terruño; y aunque quienes promueven tales delirios aducen no ser xenofóbicos, sino que actúan en defensa de la legalidad, ello al parecer no es más que un pretexto mediante el cual racionalizan sus irracionales inclinaciones.

Lo que empieza a ocurrir hoy no es nada nuevo. Panamá tiene un prontuario histórico en materia de controles migratorios que –a la luz de instrumentos internacionales vigentes en materia de derechos humanos– sería claramente discriminatorio y racista.

Siguiendo a Virgnia Arango Durling (La inmigración prohibida en Panamá y sus prejuicios raciales, 1999), ha habido cuatro momentos o periodos en los que el Estado panameño implementó políticas migratorias dirigidas en contra de personas, basadas en la nacionalidad.

El primer periodo (1904-1911) tuvo como fundamento la Ley 6 y el Decreto 35 de 1904, entre otros; estuvo dirigido en contra de sirios, chinos y turcos.

El segundo periodo (1912-1920) tuvo como fundamento el Decreto 2 de 1911, el Decreto 60 de 1912, la Ley 50 de 1913 y su reglamentación en el Decreto 40, dirigidos igualmente en contra de personas de dichos grupos.

El tercer periodo (1921-1930) se fundamenta en disposiciones como la Ley 1, sobre inmigración china, del 6 de enero de 1923, entre otras; se trata de un contexto más complejo en el que se amplían las restricciones migratorias a libaneses, palestinos, indio-orientales, y dravidianos; y ya empezaba a manifestarse el temor con respecto al peligro antillano.

El cuarto periodo (1931-1946) perfecciona las políticas migratorias al contemplarse en la Ley 54 de 1938 un amplio espectro de grupos humanos, cuya migración era considerada indeseable: Chinos, gitanos, armenios, árabes, turcos, indostanes, sirios libaneses, palestinos, norteafricanos de raza turca, y negros cuyo idioma no fuese el español. Esta tendencia, que se inició en 1904, alcanzó rango constitucional en 1941, curiosamente promulgada en la primera administración panameñista de Arnulfo Arias Madrid.

Hoy, como entonces, se arguyen razones relacionadas con la identidad nacional y la protección de las plazas de trabajo de los panameños. Y aunque esas razones puedan ser legítimas para algunos, difícilmente justifican la carga de odio dirigida en contra de grupos de personas so pretexto de que sus prácticas atentan contra las formas de vida de los nacionales.

Cada Estado, en efecto, tiene la potestad de decidir las condiciones en que define su política migratoria; aunque en el marco de la racionalidad propia del estado democrático de derecho y no en el marco de la discriminación ni de prejuicios por razón de nacionalidad, pues al fin de cuentas, el migrante (legal o ilegal) es persona y, por tanto, sujeto de derechos.

http://www.prensa.com/opinion/Inmigracion-prohibida-Panama_0_4627037408.html#comments

viernes, 11 de noviembre de 2016

Los derechos humanos como derechos naturales

Ruling Barragán

Cuando faltan unas cuantas semanas para celebrar el Día Internacional de los Derechos Humanos (10 de diciembre) quisiera compartir unas consideraciones filosóficas acerca de estos derechos. Estas resumen el planteamiento del filósofo del derecho John Finnis (1940), profesor de la Universidad de Oxford y la Universidad de Notre Dame.

En su célebre obra Natural Law and Natural Rights, este pensador afirma que la clásica doctrina del derecho natural –repudiada por el positivismo jurídico contemporáneo– puede validarse, aunque en una forma algo distinta a la tradicional. Habrá que recordar que el derecho natural clásico –representado por pensadores como Tomás de Aquino (1225-1274) y Francisco Suárez (1548-1617)– descansa sobre bases “metafísicas” inadmisibles para el positivismo: Dios, leyes supranaturales y un alma inmaterial e imperecedera.

Para rehabilitar el derecho natural, Finnis rechaza una idea positivista que podemos remontar hasta los tiempos del pensador escocés David Hume (1711-1776): el razonamiento humano no nos puede informar qué debemos desear; solo nos informa cómo conseguir lo que deseamos (lo que hoy se denomina “razón instrumental”).

Contrario a esta idea, Finnis opta por una antigua indagación de Aristóteles (la cual hallamos ya en Sócrates), que busca comprender en qué consiste una vida buena, o qué es lo que hace que una vida sea digna de ser vivida. Así, Finnis enlista siete características esenciales (o bienes básicos) que toda vida humana ha de poseer si ha de considerarse “digna”: la propia vida, el conocimiento, la recreación, la contemplación de la belleza, la amistad, el razonamiento moral y lo que algunos llamarían “religión” (pero otros preferiríamos llamar “espiritualidad”). Esta serie de características contribuyen a una vida plena o realizada.

De acuerdo a Finnis, cada elemento de la serie es un valor en sí mismo y goza de aprecio universal. Estos elementos sirven también de principios morales que facilitan nuestra elección entre diversos bienes, permitiéndonos discernir lo que debemos elegir o no. A esta serie, Finnis agrega otra, que denomina los “requisitos básicos de nuestro razonamiento moral”: buscar activamente bienes, tener un plan coherente de vida, no preferir valores de manera arbitraria, no preferir a las personas de modo arbitrario, ser desprendido y comprometido, actuar de manera razonablemente eficiente, respetar el valor de cada acción humana, considerar el bien común, y seguir los dictámenes de la propia conciencia.

Para Finnis, ambos inventarios constituyen principios del derecho natural. Y para ser admitidos no se requiere postular la existencia de Dios, o un orden moral suprahumano. Tampoco, una etérea e inasible esencia humana. El inventario de Finnis tiene también la virtud de superar el problema de la idea de Hume (que la razón humana no nos puede decir qué debemos desear); todos los elementos enlistados son deseables en sí mismos, su deseabilidad no depende de ningún razonamiento es captable de manera inmediata.

A partir de los principios del derecho natural podemos deducir entonces una serie de obligaciones incondicionales con respecto a los seres humanos. Y estas obligaciones, consecuentemente, implican ciertos derechos. Estas obligaciones y derechos son los que hoy denominamos “derechos humanos”.

Así pues, según todo lo expuesto, los derechos humanos son derechos naturales; aquellos nos instan y compelen a cumplir con la realización de los bienes básicos del ser humano (nuestra primera lista) por medio de los requisitos fundamentales de nuestro razonamiento moral (la segunda lista).

Si bien estas muy resumidas consideraciones filosóficas no convencerán al positivismo jurídico, aún son estimadas y defendidas con lustre por insignes teóricos y activistas dedicados a la promoción y protección de los derechos humanos.

http://www.prensa.com/opinion/derechos-humanos-naturales-Ruling-Barragan_0_4618038284.html