lunes, 19 de febrero de 2018

Lanzamiento del Repositorio Institucional Digital

La Universidad de Panamá (UP) hará el lanzamiento del Repositorio Institucional Digital (UP- RID), el cual pone a la luz pública la producción intelectual de la institución el cual será inaugurado el martes 20 de febrero del presente año, en las instalaciones de la Biblioteca Interamericana Simón Bolívar.

Luis Rodríguez, jefe del Departamento de Computo del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Panamá dijo que el Repositorio es el sitio o base de datos que permitirá la visualización, divulgación y manejo de los artículos de investigación, tesis de maestría y cualquier otro documento que emita la Universidad de Panamá.

Continuar leyendo:
http://www.up.ac.pa/portalup/view_noticias.aspx?id=1904

Dirección web del Repositorio:
http://www.repositorio.up.ac.pa/

sábado, 17 de febrero de 2018

Las malas conciencias

Pedro Luis Prados S.

Las conciencias culpables son desgraciadas: es un hecho conocido desde los griegos y utilizado en la rica psicología de su teatro; motivo de redención en la catarsis cristiana; tema de análisis en la filosofía clásica alemana y patografía examinada por el psicoanálisis, razón por la cual los humanos trasladan a otros esa culpabilidad que pesa sobre ellos.

“Un hombre es la suma de todos sus actos… es aquello que los actos han hecho de él”, decía André Malraux al buscar en la conciencia los sedimentos de la libertad humana. Nuestros actos son el resultado de una elección libremente escogida y somos responsables de ellos, con ellos construimos eso que llamamos destino. El alcance de un acto, su ponderación valorativa y la culpabilidad o satisfacción derivada de la moralidad del mismo, es un contenido de conciencia íntimo que dice a los demás lo que somos. No hay forma de eludir la responsabilidad y ante ella solo queda la racionalización de la culpa o la gratificación ética. De allí que el “libre albedrío” fuera la gran respuesta que san Agustín ofreció al problema de la culpa por el pecado y la posibilidad de expiación del mismo, dotando al creyente de esa gratificación que brinda la confesión y la eucaristía.

La racionalización de la culpa, introducida como patología por Eduard Jones (1908) en un periodo muy temprano del psicoanálisis empírico y desarrollado y aplicado por J.P. Sartre (1943) en su Psicoanálisis Existencial, es un comportamiento extendido en sociedades donde la educación y la cultura moral son tan deficientes que el sujeto no encuentra su sustancia como individuo ni su autenticidad. La racionalización es un procedimiento con el cual se justifica -de cualquier manera y a cualquier costo- lo actuado, para librarse de la responsabilidad inherente a la culpa. Si en la mentira el sujeto oculta un hecho a sabiendas de que miente, en la racionalización se convence totalmente de su mentira para ocultar lo espurio de la realidad. Así, la mentira adquiere una lógica interna y una secuencia discursiva que el emisor asume como una verdad absoluta. Se engaña a sí mismo para engañar a los demás. Vacío o viciado, actúa impelido por sus pasiones o por la simple figuración y solo la mirada de los demás lo remite a su condición de masa opaca y pusilánime dominada por la mala fe.

A las variantes psicológicas del panameño -encabezadas por el juega vivo- se ha sumado la racionalización en todas las capas de la sociedad, pero más evidente en los responsables de administrar el país. Desde presidentes a representantes de corregimiento, un manto oscuro y maloliente cubre a la administración pública. Las incompetencias y equivocaciones son trasladadas a la incomprensión social, a la oposición, a medios de comunicación, a fallas del sistema o a subalternos. La pérdida de autenticidad es tan dominante que las declaraciones de funcionarios y políticos se convierten en un espectáculo pueril y ridículo.

Con una ligera lectura vemos que el mea culpa del diputado Panky Soto no buscaba la redención, sino justificar su incompetencia y ambición personal, culpando a un organismo abstracto como “el sistema”; el bochornoso evento mediático de hace unos años, del diputado Carlos Afú abanicándose con fajos de billetes, argumentado “no los quería para mí, los quería para mi comunidad, que tiene muchas necesidades” o el más delirante “yo lo hice porque los demás lo hacían…”; las rabietas esquizoides del expresidente culpando de los levantamientos indígenas por la Ley Chorizo a los medios de comunicación, los sindicatos de trabajadores, los comunistas y educadores; las acusaciones y recusaciones de políticos en un juego de mesa de amplia participación en casos de corrupción; al presidente actual, increpando a todos por el intento fallido de instalar en la Corte Suprema a dos damas sin cumplir con los pactos de democratización con la sociedad civil.

Una interminable cadena de justificaciones racionalizadas evidencia esa patología en los partidos políticos, funcionarios públicos, jueces, dirigentes sindicales y la sociedad en general. Como si fuera poca la alienación promovida por la disolución familiar, los bajos niveles culturales, la vulgaridad mediática, una educación deficiente, la enajenación religiosa, deportiva y el clientelismo, los corruptos siguen cometiendo faltas y nadie saca tarjeta roja, mientras el capitán de la nave en naufragio invitó a carnavalear para evitar el pánico. Si como sociedad y como Estado no aplicamos los correctivos, muy pronto la racionalización, al igual que la corrupción, serán las únicas “marcas país” que nos caracterizarán más allá de nuestras fronteras.

La Prensa, 17 de febrero del 2018

jueves, 8 de febrero de 2018

Los derechos humanos como religión secular

Ruling Barragán Yáñez

Yuxtaponer los términos “religión” y “secular” parecería ser un oxímoron, esto es, una expresión contradictoria, como decir “fuego de nieve”, o el clásico “círculo cuadrado”. Sin embargo, desde cierta interpretación, hablar de los derechos humanos como religión secular es perfectamente comprensible, una vez se entiende el contexto actual de nuestros modos de pensar, sentir y actuar en la denominada posmodernidad.

Si comprendemos que por “religión” podríamos referirnos a toda concepción del mundo y el hombre que conlleva pautas de conducta para la convivencia humana y que le dan un sentido global a su existencia, entonces los derechos humanos pudieran entenderse como una religión. Y si además reparamos en el hecho de que los derechos humanos en occidente no apelan o se sustentan en la creencia de ningún ser o ente superior al hombre (a diferencia de la Declaración Islámica de los Derechos Humanos, o Declaración de El Cairo), se entiende perfectamente pues, lo de “religión secular”.

Dicho lo anterior, el problema está en que, una vez se analizan las cosas en detalle –donde se halla al diablo, según el refrán– los derechos humanos no son una idea tan secular como se cree o supone. Hay algo de mito en ella, como en toda buena religión.

Pero que no piense el lector o lectora que los mitos son necesariamente malos. Como se sabe desde hace buen tiempo, gracias a la psicología y la antropología cultural, los mitos pueden ayudarnos a superar dramas y traumas, no solo infantiles, sino también adultos.

Nuestros mitos hoy no son aquellos que narran los Vedas, el Chuang-Tsu, los sutras, el Popol-Vuh, la Tanaj o los evangelios. Actualmente, nuestras preferencias son menos coloridas y fantásticas, siendo –de hecho– literariamente inferiores. Incluso han devenido opacas y aburridas. Reemplazamos a los dioses antiguos por abstracciones modernas.

Nuestras divinidades contemporáneas son la “democracia”, “justicia”, “libertad”, “igualdad”, entre otras, las cuales constituyen nuestro panteón moderno y secular de principios abstractos. Este se resume y articula en ese decálogo laico denominado Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo principal artículo de fe es “la dignidad humana”. Y si alguien duda de que las Naciones Unidas asumió la dignidad humana como un artículo de fe –secular, claro– que vaya al propio texto y verifique.

Con tal decálogo, nuestros antiguos sacerdotes y teólogos son ahora sustituidos por abogados y juristas.

Y si ya conocemos quiénes son nuestros dioses y mediadores, entenderemos también quiénes nuestros demonios secularizados: la desigualdad, pobreza, discriminación, opresión, injusticia, corrupción, violencia de género, etc.

Por supuesto, retornar al mundo mítico-religioso de la antigüedad no es solo imposible, sino que tampoco sería deseable. No podemos canjear nuestras actuales libertades, ciencias y tecnologías por fábulas, barbaries y precariedades de antaño. A todo esto, podríamos preguntarnos, si hay algo de mito en la idea de los derechos humanos, ¿qué tan esperanzador resulta este mito? Tengo mis dudas en lo que se refiere a lo que Walter Benjamin llamaba “las víctimas inocentes de la historia”. Irónica y tristemente, los derechos humanos se enunciaron luego de los más horrendos episodios de la Primera y Segunda Guerra Mundial, pero aquellos derechos no nos sirven para restituir o reparar la vida de todos los que la historia ha masacrado y desecrado a su paso.

Los derechos humanos, a diferencia de otras religiones, no proponen –ni siquiera pueden proponer– rescatar a la humanidad pasada de la nada en que la hemos sumido.

Sus proclamas ven hacia el presente y futuro; solo miran los trágicos cimientos sobre los cuales fueron erigidos para reclamar una justicia que siempre resultará insatisfactoria, pues todo lo humano es limitado e imperfecto.

Son una verdadera religión secular, al igual que el marxismo-leninismo, que solo promete redención y salvación a los que viven aquí y ahora, en dirección al mañana, pero olvidándose del Otro en el ayer, para el cual solo tiene homenajes y recordatorios, pero no verdadera vida.

Concebidos así los derechos humanos –según se suelen interpretar y nos es posible realizarlos–, tendremos la cuestionable reputación de ser la primera civilización en la historia que ignora y abandona toda esperanza en la restitución de la dignidad y la vida de los que ya no están con nosotros.

Si el mito secular de los derechos humanos descuida y reniega de su esencia espiritual, bien podemos dudar de que nos sirva para hacer realidad lo que -en el fondo- exige, promete y espera.

La Prensa, 08 feb 2018