sábado, 17 de febrero de 2018

Las malas conciencias

Pedro Luis Prados S.

Las conciencias culpables son desgraciadas: es un hecho conocido desde los griegos y utilizado en la rica psicología de su teatro; motivo de redención en la catarsis cristiana; tema de análisis en la filosofía clásica alemana y patografía examinada por el psicoanálisis, razón por la cual los humanos trasladan a otros esa culpabilidad que pesa sobre ellos.

“Un hombre es la suma de todos sus actos… es aquello que los actos han hecho de él”, decía André Malraux al buscar en la conciencia los sedimentos de la libertad humana. Nuestros actos son el resultado de una elección libremente escogida y somos responsables de ellos, con ellos construimos eso que llamamos destino. El alcance de un acto, su ponderación valorativa y la culpabilidad o satisfacción derivada de la moralidad del mismo, es un contenido de conciencia íntimo que dice a los demás lo que somos. No hay forma de eludir la responsabilidad y ante ella solo queda la racionalización de la culpa o la gratificación ética. De allí que el “libre albedrío” fuera la gran respuesta que san Agustín ofreció al problema de la culpa por el pecado y la posibilidad de expiación del mismo, dotando al creyente de esa gratificación que brinda la confesión y la eucaristía.

La racionalización de la culpa, introducida como patología por Eduard Jones (1908) en un periodo muy temprano del psicoanálisis empírico y desarrollado y aplicado por J.P. Sartre (1943) en su Psicoanálisis Existencial, es un comportamiento extendido en sociedades donde la educación y la cultura moral son tan deficientes que el sujeto no encuentra su sustancia como individuo ni su autenticidad. La racionalización es un procedimiento con el cual se justifica -de cualquier manera y a cualquier costo- lo actuado, para librarse de la responsabilidad inherente a la culpa. Si en la mentira el sujeto oculta un hecho a sabiendas de que miente, en la racionalización se convence totalmente de su mentira para ocultar lo espurio de la realidad. Así, la mentira adquiere una lógica interna y una secuencia discursiva que el emisor asume como una verdad absoluta. Se engaña a sí mismo para engañar a los demás. Vacío o viciado, actúa impelido por sus pasiones o por la simple figuración y solo la mirada de los demás lo remite a su condición de masa opaca y pusilánime dominada por la mala fe.

A las variantes psicológicas del panameño -encabezadas por el juega vivo- se ha sumado la racionalización en todas las capas de la sociedad, pero más evidente en los responsables de administrar el país. Desde presidentes a representantes de corregimiento, un manto oscuro y maloliente cubre a la administración pública. Las incompetencias y equivocaciones son trasladadas a la incomprensión social, a la oposición, a medios de comunicación, a fallas del sistema o a subalternos. La pérdida de autenticidad es tan dominante que las declaraciones de funcionarios y políticos se convierten en un espectáculo pueril y ridículo.

Con una ligera lectura vemos que el mea culpa del diputado Panky Soto no buscaba la redención, sino justificar su incompetencia y ambición personal, culpando a un organismo abstracto como “el sistema”; el bochornoso evento mediático de hace unos años, del diputado Carlos Afú abanicándose con fajos de billetes, argumentado “no los quería para mí, los quería para mi comunidad, que tiene muchas necesidades” o el más delirante “yo lo hice porque los demás lo hacían…”; las rabietas esquizoides del expresidente culpando de los levantamientos indígenas por la Ley Chorizo a los medios de comunicación, los sindicatos de trabajadores, los comunistas y educadores; las acusaciones y recusaciones de políticos en un juego de mesa de amplia participación en casos de corrupción; al presidente actual, increpando a todos por el intento fallido de instalar en la Corte Suprema a dos damas sin cumplir con los pactos de democratización con la sociedad civil.

Una interminable cadena de justificaciones racionalizadas evidencia esa patología en los partidos políticos, funcionarios públicos, jueces, dirigentes sindicales y la sociedad en general. Como si fuera poca la alienación promovida por la disolución familiar, los bajos niveles culturales, la vulgaridad mediática, una educación deficiente, la enajenación religiosa, deportiva y el clientelismo, los corruptos siguen cometiendo faltas y nadie saca tarjeta roja, mientras el capitán de la nave en naufragio invitó a carnavalear para evitar el pánico. Si como sociedad y como Estado no aplicamos los correctivos, muy pronto la racionalización, al igual que la corrupción, serán las únicas “marcas país” que nos caracterizarán más allá de nuestras fronteras.

La Prensa, 17 de febrero del 2018