viernes, 17 de febrero de 2012

Nuestra nación

Roberto Arosemena Jaén

El 5 de febrero del presente año, la sociedad panameña aprendió que tiene grupos humanos que se hacen respetar. El actuar con dignidad se da, sobre todo, frente a gobiernos despóticos y frente a poderes económicos desbordantes, como el actual mercado de especuladores que revolotea sobre territorio panameño.

La condición de originario agrega a la natural autonomía del campesinado, el apego a su herencia telúrica que hay que defender frente a los acaparadores insaciables. Esta experiencia fue exitosa cuando los originarios de mediados del siglo XVI, después de la muerte de Urracá, lograron constituir el territorio de indígenas libres de la comarca-parroquia de Penonomé. La experiencia de gobierno autónomo, con autoridades propias, se mantuvo todavía en 1814, cuando se nombró el primer alcalde mestizo de Penonomé, un tal José de los Santos Jaén y explica el enfrentamiento armado durante 1901, entre el grupo de Victoriano Lorenzo contra los voluntarios penonomeños, dirigidos por el anciano Laurencio Jaén Guardia.

Lo significativo de la experiencia penonomeña, apenas barruntada por Omar Jaén Suárez, en la Región de los Llanos de Chirú, es la capacidad de persistencia de los originarios y luego de los mestizos, y de hacerse respetar por las autoridades panameñas (fuesen hispánicas, bolivarianas, neogranadinas o republicanas). El mismo movimiento de Acción Comunal, de 1931, no se explica totalmente, sino es por la influencia autonómica de los grupos humanos libres que se asentaron en Penonomé.

 Los originarios, dirigidos por la Coordinadora (2011-2012) para ejercer autonomía en su territorio comarcal, son descendientes del mismo linaje que se hizo respetar frente al imperio español, entre 1533 y 1553. Ahora, el indolente e ignorante gobierno panameño de la cuestión originaria (indígena), se esfuerza en emparchar su desatino con los ngäbe-buglé, en un interminable diálogo de sordos, en la Asamblea Nacional, como si el problema fuese de leyes y no de asunto nacional que afecta los auténticos cimientos de la nación panameña.

En efecto, nosotros somos nación no por la zona de tránsito que fue secuestrada por Nueva Granada en 1846 y entregada a los intereses del Ferrocarril, hasta 1903 y luego al Canal, hasta que logremos denunciar el Tratado de Funcionamiento y Neutralidad del Canal de 1977; nosotros somos nación, porque como los penonomeños del siglo XVI y los panameños del siglo XIX y XX, hemos luchado, inteligentemente, para que el territorio y sus riquezas sean benéficas para todos los nacionales y habitantes de esta tierra, en donde hemos nacido y han muerto nuestros antecesores.

Esta es la reivindicación –no entendida por el gobierno despótico actual– que tienen como portaestandarte la resistencia originaria que ha logrado superar dos enfrentamientos letales.

La Constitución panameña debe garantizar a los pobladores de un determinado territorio –así sea que la propiedad sea comunitaria o comarcal, sea individual con sentido social–, el derecho a autorizar minerías y la explotación de recursos naturales. No se trata solo del agua o de la tierra, sino del aire y del mar.

 Mañana vendrán las plantas eléctricas solares o eólicas y dichas inversiones no podrán ser para que la minoría se enriquezca en exceso y la mayoría se empobrezca, como está sucediendo en el mundo del mercado insaciable y devastador.

Los originarios no aceptan embalses, tipo hidroélectrica del Bayano, ni tipo lago Gatún que no redunden en beneficio de los nacionales panameños. El caso del Canal es paradigmático. Los mismos artífices del tratado canalero aplauden los miles de millones que se reciben hoy contra las decenas que se recibían ayer. No obstante, los ingresos del Canal, contractualmente, son para el funcionamiento del Canal y para garantizar el comercio internacional. Los originarios ngäbe-buglé, nos están diciendo, sí a toda obra para el desarrollo comunitario y ninguna obra para beneficiar a pocos, menospreciando el sentido de un Estado democrático constitucional.

http://impresa.prensa.com/opinion/nacion-Roberto-Arosemena-Jaen_0_3322167831.html

sábado, 4 de febrero de 2012

La discusión sobre la Sala Quinta

Francisco Díaz Montilla

La Carta Magna reserva a la Corte Suprema de Justicia la más noble tarea que puede tener una institución en un estado derecho: guardar su integridad. Pero al declarar inconstitucional 10 artículos de la Ley 49 de 1999 que derogó la Sala Quinta de Institución de Garantías, los magistrados han salvaguardado sus intereses y no la integridad de la Constitución.

Los argumentos del magistrado ponente, ahora flamante presidente de la Corte, se pueden resumir como sigue: Mientras que la Asamblea por “ley tiene la facultad de aumentar el número de magistrados de la Corte, al poder crear salas nuevas”, “de ninguna manera puede disminuir el número de magistrados...”. La razón de ser de esta imposibilidad es que se crearía un precedente que “sería pernicioso y perjudicial para la estabilidad jurídica” de la Corte. Consideraba el ponente que “si se aceptara como válido que una ley pudiera derogar una sala de la Corte Suprema de Justicia (...), el precedente apuntaría a que fácilmente (...), en el futuro se pudiesen eliminar cualquiera de las Salas...”.

Para el ponente, pues, existe una clase de entidades, las salas de la Corte, tales que estas pueden ser creadas por ley, pero no pueden ser eliminadas, a pesar de que la Carta Magna, cuya integridad defiende, señala en el artículo 159, ordinal 1, entre las funciones legislativas de la Asamblea: “expedir, modificar, reformar o derogar los códigos nacionales”, no existiendo otra limitante que “expedir leyes que contraríen la letra o espíritu de esta Constitución” (artículo 163).

¿Es contraria a la Constitución la eliminación de una sala de la Corte? El artículo 202 señala que “el Órgano Judicial estará compuesto del número de magistrados que determine la ley”. Pero dado que la ley está sujeta a cambios, nada implica que el número de salas no pueda ser menor (o mayor) al actual. El ponente comete el error de asumir que la palabra “ley” tiene sentido invariante, cuando no es así. Ahora agrega que “debe ser un proyecto de ley, nacido del Órgano Judicial, el que debe adecuar todo lo referente a la Sala Quinta”, a pesar de que no hay nada en la Constitución que señale que así “debe” ser en efecto.

El artículo 213 dispone, por otro lado, que “toda supresión de empleos en el ramo judicial se hará efectiva al finalizar el período correspondiente”. Es decir: contrario a lo que señala el ponente, sí es posible eliminar salas de la Corte y remover magistrados mediante ley, siempre que se respeten los períodos de las designaciones. Por ello, había base para declarar inconstitucional el artículo 28 de la Ley No. 49 que dejó sin efecto, de manera inmediata, la designación de los magistrados Staff, Cedeño y Ceville y sus suplentes. Pero la inconstitucionalidad de este artículo no implica que el resto lo sea. De hecho, su efecto práctico es que daría lugar a posibles reclamos de las partes afectadas, sin que ello suponga la reactivación de la Sala Quinta. La derogación de la Sala Quinta ni implicó trauma alguno para la estabilidad de la Corte ni trastocó la independencia del Órgano Judicial; pero su reactivación sí que creó un mal precedente: que el Legislativo no tiene capacidad para tratar por sí mismo asuntos que generen cambios en el Judicial, a pesar de que nada en la Constitución lo prohíbe.

http://impresa.prensa.com/opinion/Sala-Quinta-Francisco-Diaz-Montilla_0_3312418808.html

miércoles, 1 de febrero de 2012

Apuntamiento sobre la Filosofía en Panamá y panameña

Julio E. Moreno D.

Con la excepción del ensayo del Dr. Domínguez C., Los estudios filosóficos en la Universidad de Panamá (1963) y el del Dr. Ricaurte Soler intitulado Temas, reflexión y enseñanza de la Filosofía en Panamá (1991), enfocados desde perspectivas diferentes, no se han elaborado obras sistemáticas de este tenor. Sin embargo, en otros países de Hispanoamérica se han editado obras como La Filosofía en Uruguay en el siglo XX y El racionalismo en Uruguay de Arturo Ardao; La historia contemporánea de las ideas en Bolivia de Guillermo Francovich; La historia de las ideas estéticas en México de Fausto Vega; Despertar y proyecto de la filosofía latinoamericana de Francisco Miró Quesada; La historia de las ideas y de Filosofía en Cuba de Nedardo Vitier; La historia de la Filosofía en Costa Rica del fenecido Constantino Láscaris, entre otras. El autor de este opúsculo también ha contribuido con dos ensayos sobre el tema, a saber: Apuntamientos sobre la Filosofía en Panamá: orto y proceso (1749 - 1968) y La búsqueda de la autenticidad de la filosofía panameña, que a continuación pasamos a ampliar.

Existe una compulsiva inclinación en el panameño -y no precisamente el común- de interrogarse sobre si existimos o no existimos; o, si somos o no somos. Apreciamos una sensación de inautenticidad y de nadidad; una angustia existencial que invade nuestro ser espiritual. Ello explica el por qué también nos preguntamos si existe, o no, una filosofía panameña.

p. 88:
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