jueves, 22 de noviembre de 2012

Constitución y educación religiosa

Francisco Díaz Montilla

La Constitución Nacional reconoce que “la religión católica es la de la mayoría de los panameños” (Art. 35). Tal vez el antecedente más lejano de este enunciado estadístico con rango constitucional sea el artículo 12 de la Constitución de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, que en materia religiosa disponía: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.

A diferencia de la Pepa, la Constitución patria consagra en el artículo citado “la libre profesión de todas las religiones”; no obstante, dispone en el artículo 107 la enseñanza de “la religión católica en las escuelas públicas”. Esta disposición es difícil de conciliar con lo enunciado en el artículo 91: “La educación se basa en la ciencia, utiliza sus métodos, fomenta su crecimiento y difusión y aplica sus resultados...”. En cierta forma, la propensión de los panameños hacia la superstición religiosa, más que al pensamiento racional, tiene en la Carta Magna y en algunas leyes (26 de 2007 y 78 de 2012) un innegable respaldo.

Recientemente, el Ministerio de Educación (Meduca) ha sacado a concurso 2 mil 244 plazas docentes en secundaria. De dichas plazas, 85 (3.78%) son de religión, mientras que 12 (0.53%) son de lógica y filosofía, 8 (0.35%) son de electrónica, 5 (0.22%) son de psicología o relaciones humanas, 35 (1.55%) son de francés, 11 (0.49%) son de electricidad y 18 (0.80%) de laboratorio. Es decir, la sociedad demanda más profesores de religión que de disciplinas técnicas y de otras que propician una postura crítica ante la realidad (social, individual y física).

Qué ganamos exactamente al destinar recursos públicos (más de medio millón de dólares, según los datos aquí analizados) en la enseñanza de la religión católica en los colegios o en la celebración de mitología judeo-cristiana. Pienso que nada positivo. En todo caso, la creencia religiosa es asunto de los individuos y un Estado que se da a la tarea de catequizar desde la escuela entra en una esfera de actuación a todas luces inaceptable. En ese sentido, es importante recordar que la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Art. 12.4) señala que: “Los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Mal puede, pues, intervenir el Estado en un asunto que concierne exclusivamente a los padres o tutores. Pero hay algo más delicado en todo esto. En las instancias estatales prima la idea de que el sentido de la moral, e incluso de la ética, está indisolublemente ligado a la religión, al punto de que la moral (y la ética) han de entenderse –y por lo tanto enseñarse– en clave religiosa: la moral es necesariamente religiosa (cristiana). Ello explica por qué en las escuelas es imposible abordar con criterios amplios y no dogmáticos algunas cuestiones sensitivas que afectan a nuestra sociedad.

Es innegable que existe una moral religiosa, pero no menos innegable es que no se puede identificar religión con moral, aunque la Constitución, algunas leyes y Meduca sugieran lo contrario.

http://impresa.prensa.com/opinion/Constitucion-religiosa-Francisco-Diaz-Montilla_0_3531396905.html

jueves, 25 de octubre de 2012

Derecho a ser reelegido

Roberto Arosemena Jaén

El ciudadano tiene derecho a elegir a los gobernantes y a ser elegido para dichos cargos, pero además requiere que la Constitución o la ley lo faculte. Así, solo pueden ser elegidos como presidente de la República los que hayan cumplido 35 años. Es decir, el ciudadano con menor edad tiene el derecho humano a ser elegido, pero no está facultado para ello.

El caso de la reelección no se aplica al ciudadano en general, sino al individuo que ya haya sido elegido por estar facultado a serlo constitucionalmente.

De allí que la facultad para poder ser reelegido es materia propia de la Constitución. Si la Constitución prohíbe la reelección no se viola ningún derecho humano, si lo permite, sí violenta el derecho del ciudadano común y corriente, facultado por la Constitución, a ser elegido por primera vez, presidente de la República.

Es el clamor que cierto sector de la ciudadanía está levantando en contra de la reelección indefinida de los, hoy diputados, ayer legisladores. Claro que el diputado que se reelige tiene más ventajas que el que por primera vez ejerce su derecho humano a postularse.

Regresando a la reelección del actual ciudadano presidente es, o debería ser, un caso cerrado, dado su compromiso notariado de que no desea ni aspira a una reelección. No obstante, es un caso abierto, por razón de la insistente propaganda de “Martinelli presidente” y de “su excelente gestión de gobierno”. A esto se añade la posibilidad de que su partido lo postule y lo obligue a aceptar la reelección, porque “las obras” de su gobierno deben ser terminadas y concluidas.

 Ante una postulación de Cambio Democrático y Molirena, o ante la postulación inédita de los independientes por Martinelli –nada legal impide que sea postulado como independiente– la sociedad panameña se vería en una crisis política de impredecibles consecuencias. El hecho cumplido es la postulación para ser reelegido y este hecho será impugnado ante el Tribunal Electoral, en primera instancia, luego ante la Corte Suprema de Justicia y finalmente, ante los organismos internacionales. El resultado no sería el de la Corte Constitucional de la actual Colombia que le negó a Uribe la reelección por tercera vez, sino la de la autocrática –monárquica– Nicaragua que configuró el derecho humano de elegir y ser elegido en la facultad constitucional de la reelección indefinida.

Flaco favor se le haría a la comunidad nacional la opción de la postulación para la reelección del actual presidente que ya sus alabarderos quieren reducir a la condición de un ciudadano cualquiera. Yo, como ciudadano cualquiera, y ustedes, tenemos que hacernos respetar en base a la dignidad humana que nos atribuimos por ser ciudadanos y miembros de la familia humana. El Presidente de la República y los demás funcionarios, con mando y jurisdicción, cuentan con el poder del Estado para tomar las decisiones que le faculta la ley. Ni nada más ni nada menos. Acudir a los derechos humanos de segunda generación para llevarse y manipular las prerrogativas de los ciudadanos comunes y corrientes, además de ser un escándalo público y político, es degradar la condición humana y violar dolosamente el artículo 30 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: Nada en esta declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona (al Presidente por ejemplo), para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta declaración.

No es admisible que se le atribuya el derecho humano a reelegirse, despojando al ciudadano común y facultado por la Constitución, a ser elegido, una vez, para presidente de la República.

http://impresa.prensa.com/opinion/Derecho-reelegido-Roberto-Arosemena-Jaen_0_3510399025.html

lunes, 15 de octubre de 2012

Escritos de Lógica y Filosofía

Francisco Díaz Montilla

Hace dieciocho años un reconocido político señalaba en plena campaña política que «este país no necesita filósofos.» En principio se podría pensar que la afirmación pretendía invalidar las aspiraciones presidenciales de Ricardo Arias Calderón, dirigente de la Democracia Cristiana y profesor de filosofía en la Universidad de Panamá y quien –en ese momento– se perfilaba como candidato a la presidencia por dicho partido.

Pero no, la afirmación tenía (tiene) connotaciones más profundas que las de mera consigna de campaña electoral. Es en el fondo la expresión del convencimiento de que el conocimiento teórico o especulativo no aporta nada para la solución de nuestros problemas y que, por ello, la práctica filosófica es no sólo innecesaria, sino que debe marginarse. La idea es que debemos atender a cuestiones prácticas que se traduzcan en beneficios tangibles mediatos o inmediatos. Por ello es preferible el estudio del comercio, la administración, las finanzas y –más recientemente–del turismo y de la informática.

Dieciocho años después, una funcionaria del Ministerio de Educación presentaba como razones para la reducción de las horas semanales del curso de ilosofía en los bachilleratos y para la eliminación del curso de lógica en los bachilleratos en ciencias y en tecnología, que la sociedad panameña «no demanda filósofos». Al fin de cuentas se trata de eso: de ser «prácticos»y de lo que la sociedad demanda, pese a que la ley educativa panameña contempla una serie de fines según los cuales la educación nacional debe tender a algo más, mucho más, que lo meramente práctico o utilitario, y pese al hecho de que las sociedades no siempre demandan lo que necesitan.

En escenarios como estos, la filosofía sale muy mal parada. Pues lo práctico y la demanda apuntan a la utilidad y resulta harto complicado hablar de la utilidad de la filosofía. Sólo tengamos presenta la definición del término «utilidad» según el diccionario de la Real Academia Española: «Cualidad de útil. Provecho, conveniencia, interés o fruto que se saca de algo». Bajo estos elementos, la filosofía no puede ser la estrella cuando de instrucción o formación técnica-vocacional se trata.

Pero la educación es mucho más que instrucción. Como nos dice Ignacio Sotelo (Educación y Democracia, 1996): «es un proceso ya formalizado que transmite en un primer nivel los conocimientos generales (leer, escribir, hablar con propiedad, así como los rudimentos de las ciencias) imprescindibles para desenvolverse en la sociedad y, en un segundo o tercer nivel, los conocimientos específicos para practicar un oficio o profesión. La instrucción concibe al individuo, desde su específica posición social, casi exclusivamente como sujeto laboral». En contraposición a la instrucción, la educación es más compleja, pues «persigue la realización de un tipo ideal de individuo, perfectamente definido. La educación comporta una dimensión normativa y necesita, por tanto, de una escala de valores. No cabe educar sin poseer previamente una visión, más o menos concreta, del modelo de ser humano como paradigma que hay que alcanzar. La educación así entendida presupone una antropología filosófica, una cosmovisión o unas creencias religiosas, que definan el tipo humano que se desea realizar. Aspirar a un determinado tipo de persona, que se define como ejemplar, es lo que diferencia a la educación - un proceso consciente, más o menos institucionalizado, de transmisión de ideales y pautas de conducta- de la socialización y la mera instrucción».

Los ensayos que a continuación presentamos han sido pensados desde la educación y no tanto desde la instrucción y persiguen básicamente mostrar que –contrariamente a la visión de las autoridades educativas– sí existe un espacio para la filosofía en la educación de nuestros estudiantes. Y no sólo eso, sino que bajo el supuesto de que ese espacio que ofrece la filosofía sea dejado en blanco, nada podrá llenarlo, porque no existe sustituto para la filosofía.

Enlace:
https://drive.google.com/file/d/0B9BhKT04jIZ7Y21TT0JHSHg3Wnc/edit?usp=sharing

Lista de ensayos
  1. Filosofía en la encrucijada
  2. ¿Filosofía para qué?
  3. Los jóvenes y la filosofía
  4. Tareas pendientes para la filosofía en Panamá
  5. ¡Más lógica, menos estupidez!
  6. Lenguaje y verdad
  7. Todo está sujeto a revisión
  8. ¿Debemos enseñar religión en la escuela?
  9. Filosofía para niños y la educación como derecho: atendiendo la diversidad en el aula
  10. Educación y re-creación
  11. No hay sustituto para la filosofía
  12. A manera de conclusión

sábado, 25 de agosto de 2012

Sobre la inmortalidad

Francisco Díaz Montilla

Se atribuye a Epicuro de Samos, filósofo griego del siglo IV a.e.c, haber dicho  que la muerte es una quimera porque mientras existimos, ella no existe; y cuando ella es, nosotros ya no somos. Quimera o no, desde el punto de vista existencial es un problema radical, objeto de reflexión de literatos, filósofos y teólogos...

http://doxa-filosofica.blogspot.com/2012/08/sobre-la-inmortalidad.html

sábado, 16 de junio de 2012

Los intelectuales “comprometidos” y la economía de libre mercado

Francisco Díaz Montilla

Muchos intelectuales son  implacables críticos del modelo de organización económica  de libre mercado (capitalismo). Esta situación llevó a Robert Nozick  (1938-2002) a preguntarse ¿por qué se oponen los intelectuales al capitalismo? (Socratic Puzzles, 1997).

http://doxa-filosofica.blogspot.com/2012/06/los-intelectuales-comprometidos-y-la.html

viernes, 15 de junio de 2012

Un veto a la nación

Ela Urriola

Muchos de los defensores de la creación del Ministerio de Cultura han visto el veto del Ejecutivo como un freno a la institucionalización de una actividad prioritaria de la sociedad y los sectores involucrados en ella, pero en esa reacción ante lo inmediato han perdido de vista lo medular del hecho. No se ha vetado la creación de un Ministerio de Cultura por razones jurídicas, se ha vetado a la nación por razones viscerales.

Cultura y nación tienen como común denominador la identidad en tanto que una, la primera, sustenta necesariamente la segunda. No entender eso, sencillamente es no comprender la razón política del Estado y mucho menos la razón de ser de un gobierno. La identidad cultural es la carne, el espíritu y único fundamento de la identidad nacional. Son miembros de la misma ecuación que da como resultado el Estado Nacional. Una no puede existir sin la otra, de lo contrario sería demagógica la concepción de una sociedad basada únicamente en imágenes simbólicas o su posición geográfica. Serían hordas ocupando un espacio y enarbolando un cráneo en la punta de una lanza.

La cultura de una nación, utilizando una definición muy simple, son todas las creaciones espirituales, materiales, científicas, técnicas que conforman una sociedad; su forma de vida, sistema de creencias, vestimentas y convicciones políticas; es su pasado, presente y futuro. Desde el sancocho y el arroz con coco hasta las sinfonías dodecafónicas de Roque Cordero; el traje ngäbe y la pollera santeña; la diversidad lingüística y los bailes regionales; la riqueza ecológica y la arquitectura urbana. Esas diversidades étnicas, lingüísticas, históricas y de costumbres terminan sintetizándose en un proyecto compartido que le da forma a la nación, de lo contrario estaríamos en una lucha permanente entre unos y otros. La cultura es un ente vivo que como la corriente de un río se alimenta de afluentes, quebradas, manantiales y depresiones pluviales para crear esa fuerza que lo caracteriza y le da personalidad en los mapas.

Sin cultura no hay nación, y sin nación es imposible concebir la figura jurídica del Estado que concede poderes al gobierno para lograr los fines de la sociedad. Negar la validez institucional de la cultura es ignorar el principio lógico que permite la existencia de los otros, es un salto hacia el pasado que nos lleva de la convivencia democrática a la horda. Del dominio de las instituciones a la ley del más fuerte. La cultura es todo lo que una sociedad ha hecho en su decurso histórico, lo que hace para lograr sus objetivos colectivos y proyecta realizar en un futuro a corto y largo plazo. Es la única forma de engrandecimiento nacional y de pertenencia colectiva.

Es cierto que la cultura se hace en las calles, en las plazas, en los hogares y en los pueblos: hay cultura en un baile congo y en un tamborito; en un bullarengue y en un concierto de la sinfónica; en la pintura de un bus y en el Museo de Arte; en el desierto de Sarigua y en los manglares de la bahía. Está en todas partes, la sentimos y la respiramos a cada momento, pero a esa pulsaciones del quehacer popular es necesario darle un ritmo para que la sociedad entera la viva al unísono y se sienta partícipe de ella, que le dé esa monolítica consistencia del espíritu nacional, y eso solo se logra con un reconocimiento de todos por medio de un organismo cuya institucionalidad garantice el pleno derecho a la creación, participación y disfrute del bien cultural.

La desafortunada decisión del Ejecutivo de vetar la creación del Ministerio de Cultura no es una medida contra el grupo partidista que la llevó al pleno, es un veto a la nación panameña que por encima de los partidos políticos y de los gobiernos de turno se ha sustentado pacientemente haciendo cada cual lo suyo para construir un país. Es una tragedia administrar una nación de la que se desconoce su pasado distante y presente.

La creación de un Ministerio de Cultura no es la idea de un individuo o colectivo político, es una idea y una lucha largamente gestada desde la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, bajo la jefatura de Rogelio Sinán, y que fue la simiente del Instituto Nacional de Cultura, con el cual se han estructurado las bases que deben conducir, por necesidad histórica y razón administrativa, a un ministerio cuya autonomía de acción, recursos y cobertura de servicios contribuya a consolidar ese anhelo de todos los panameños: ¡ser una nación!

http://www.prensa.com/impreso/opinion/un-veto-la-nacion-ela-urriola/100516

miércoles, 9 de mayo de 2012

De la educación superior

Francisco Díaz Montilla y Carlos N. Ho González

La aplicación de la Ley 30 de 2006 ha puesto en la lupa de la opinión ciudadana no solo el actuar de las instituciones de educación superior privadas o particulares, sino –también– el actuar de las oficiales, que reciben cada año una importante cantidad del presupuesto estatal.

Aunque las acciones del Consejo Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria de Panamá (Coneaupa) son necesarias, no se puede inferir que sean suficientes para alcanzar el ideal de calidad, concomitante a toda universidad. En otras palabras, ni los informes de autoevaluación institucional presentados por las universidades ni las evaluaciones que hagan los pares internos y externos son garantías del cumplimiento de ese ideal.

Parte del problema es que no tenemos una idea clara de qué es educación superior, a pesar de la retórica de quienes dirigen las universidades. Ciertamente, la Ley 34 de 1995 (que reforma la Ley 46 de 1947, Orgánica de Educación) señala a la educación superior como uno de los niveles en los que se organiza el subsistema regular de educación; sin embargo, ni la define ni la caracteriza a suficiencia. Por su parte, la Ley 30 de 2006 –que crea el Coneaupa– intenta definir algunos conceptos para el funcionamiento del mismo, v. g., “educación superior”, “universidad”, etc. Sin embargo, vistos los propósitos para los que fue creado, son específicamente técnico-administrativos, relacionados con la creación y funcionamiento de las universidades, pero hasta allí.

Las universidades oficiales funcionan sobre bases normativas diferentes, sin visión integradora. Tras la aprobación de leyes en la Asamblea, regulan su propio funcionamiento a través de estatutos que responden a lo que su funcionariado de alto mando entiende por “universidad” y “educación superior”. En este sentido no han superado su “propia torre de marfil”, porque siguen mirando hacia dentro de sí mismas. De manera similar, las universidades particulares (instituciones comerciales y académicas) se organizan en torno al Decreto Ejecutivo/Ministerial que legaliza su establecimiento y, en parte, su funcionamiento.

La Constitución Política le confiere a la universidad oficial la fiscalización de aquellas, tarea esta que ¿se ha hecho –hasta ahora– de manera adecuada? ¿Cómo explicar –en caso afirmativo– que algunas universidades particulares que no han logrado presentar un informe de autoevaluación o de mejoramiento institucional hayan “formado” profesionales durante tanto tiempo con la aquiescencia de quienes han debido fiscalizar? El entramado jurídico sobre la educación superior en Panamá no desborda la dimensión funcional y descriptiva de qué es universidad. Pero dista de caracterizar y menos de definir a profundidad qué sea tal cosa.

Por tratarse de una cuestión tan sensible y compleja, es hora de que el Estado asuma la responsabilidad de redactar, discutir y aprobar una ley de educación superior que defina qué es tal cosa y que establezca reglas claras y homogéneas aplicables a todas las universidades (oficiales y privadas) por igual. Pues –lamentablemente– ni Coneaupa ni los informes de autoevaluación ni el veredicto de los pares internos y externos ni el estridente discurso mediático de la ministra enmendarán el crítico estado en que se encuentra la educación superior panameña.

http://impresa.prensa.com/opinion/Francisco-Diaz-Montilla-Carlos-Gonzalez_0_3383661782.html

miércoles, 7 de marzo de 2012

¿Presidente o jefe de Gobierno?

Roberto Arosemena Jaén

El presidencialismo panameño le da al Presidente de la República la máxima jerarquía dentro del Estado. Es el representante jurídico de los nacidos en territorio panameño. Es el coordinador de la administración pública, responsable del orden público y, como tal, Presidente de todos los panameños; es decir, garante de la dignidad de la Nación, vida, honra y bienes de todos los habitantes (nacidos, residentes y visitantes) en la jurisdicción panameña.

En la práctica, Ricardo Martinelli, y su equipo ejecutivo, insiste en ser jefe de un gobierno de corte empresarial. Garante de las inversiones y de todo proyecto aprobado (incluso inconstitucionalmente) bajo la ficción jurídica.

El resultado de no entender la función del Presidente de la República, como garante y vigilante del Estado democrático constitucional de derechos, lo tiene empantanado en la cuestión de las hidroeléctricas en áreas anexas a las comarcas indígenas.

Es falaz la conclusión del equipo de gobierno de Martinelli de que los “originarios” rechazan el desarrollo, que el costo de la energía eléctrica será impagable y que el pago de indemnizaciones será terriblemente oneroso.

Igualmente, es falaz decir que el Gobierno lo ha dado todo y que los indígenas piden más y más. Lo cierto de la crisis de las hidroeléctricas es la prepotencia del Ejecutivo, de creerse dueño y representante de la soberanía estatal. El Gobierno es solo el administrador circunstancial del Estado y su poder está constreñido a cumplir con la Constitución y las leyes. Por el contrario, los ciudadanos son el poder estatal directo y sin mediadores, cuando actúan como poder constituyente, en este caso, afirmando el derecho de que los recursos naturales se explotan solo para beneficiar a los pobladores. Ese grito de protesta de los ciudadanos panameños que pueblan la comarca Ngäbe Buglé, y cualquier gobierno democrático constitucional de derecho debe atender, positivamente, esta exigencia.

 ¿Por qué el Gobierno no se hace eco de que la concesión a Barro Blanco es nula, que se dio con base a posibles violaciones a la ley, que hubo tráfico de influencia y que se han negociado cesiones de la concesión?

Todo Gobierno, por principio, tiene que velar para que el bien público prive sobre el particular. El gobierno de Martinelli, por el contrario –y aquí reside su error–, se siente garante de los intereses privados del inversionista, aunque tenga que usar la fuerza letal contra sus ciudadanos comarcales. Nos estamos avocando a una situación análoga a la que vivimos con el caso de los terrenos de Punta Paitilla, pero con el agravante de que el interlocutor no es un vendedor de flores, sino un colectivo del Estado nacional, dueño de las tierras en donde se pretende desarrollar el proyecto de marras.

Llama la atención la presencia en la mesa de negociación de la concesionaria de Barro Blanco y de funcionarios de las Naciones Unidas, como si el gobierno de Martinelli se rehusase a representar al Estado panameño –en este caso la colectividad comarcal– y se empeñase en defender intereses antinacionales bajo el paraguas de inversionistas que se siguen adueñando de las empresas más rentables de nuestro país.

Vale la pena introducir el terrible error que cometió Pérez Balladares cuando privatizó la generación de energía eléctrica y que ahora, con la resistencia indígena, puede empezar a revertirse. El interlocutor para todo proyecto de inversión en servicios públicos es el ciudadano. La ciudadanía es el nuevo factor constituyente del Estado nacional que empieza a cogobernar con los poderes públicos constituidos.

Este es el desafío actual que el gobierno de Martinelli no ha querido entender y que los partidos políticos no se atreven a pensar. La crisis se resolverá cuando la ciudadanía logre cogobernar con cualquier administrador elegido democráticamente y el Estado nacional sea la instancia del bien público y no la sede de grupos animados por el lucro y la oportunidad de hacer buenos negocios.

http://impresa.prensa.com/opinion/Presidente-Gobierno-Roberto-Arosemena-Jaen_0_3336416512.html

viernes, 17 de febrero de 2012

Nuestra nación

Roberto Arosemena Jaén

El 5 de febrero del presente año, la sociedad panameña aprendió que tiene grupos humanos que se hacen respetar. El actuar con dignidad se da, sobre todo, frente a gobiernos despóticos y frente a poderes económicos desbordantes, como el actual mercado de especuladores que revolotea sobre territorio panameño.

La condición de originario agrega a la natural autonomía del campesinado, el apego a su herencia telúrica que hay que defender frente a los acaparadores insaciables. Esta experiencia fue exitosa cuando los originarios de mediados del siglo XVI, después de la muerte de Urracá, lograron constituir el territorio de indígenas libres de la comarca-parroquia de Penonomé. La experiencia de gobierno autónomo, con autoridades propias, se mantuvo todavía en 1814, cuando se nombró el primer alcalde mestizo de Penonomé, un tal José de los Santos Jaén y explica el enfrentamiento armado durante 1901, entre el grupo de Victoriano Lorenzo contra los voluntarios penonomeños, dirigidos por el anciano Laurencio Jaén Guardia.

Lo significativo de la experiencia penonomeña, apenas barruntada por Omar Jaén Suárez, en la Región de los Llanos de Chirú, es la capacidad de persistencia de los originarios y luego de los mestizos, y de hacerse respetar por las autoridades panameñas (fuesen hispánicas, bolivarianas, neogranadinas o republicanas). El mismo movimiento de Acción Comunal, de 1931, no se explica totalmente, sino es por la influencia autonómica de los grupos humanos libres que se asentaron en Penonomé.

 Los originarios, dirigidos por la Coordinadora (2011-2012) para ejercer autonomía en su territorio comarcal, son descendientes del mismo linaje que se hizo respetar frente al imperio español, entre 1533 y 1553. Ahora, el indolente e ignorante gobierno panameño de la cuestión originaria (indígena), se esfuerza en emparchar su desatino con los ngäbe-buglé, en un interminable diálogo de sordos, en la Asamblea Nacional, como si el problema fuese de leyes y no de asunto nacional que afecta los auténticos cimientos de la nación panameña.

En efecto, nosotros somos nación no por la zona de tránsito que fue secuestrada por Nueva Granada en 1846 y entregada a los intereses del Ferrocarril, hasta 1903 y luego al Canal, hasta que logremos denunciar el Tratado de Funcionamiento y Neutralidad del Canal de 1977; nosotros somos nación, porque como los penonomeños del siglo XVI y los panameños del siglo XIX y XX, hemos luchado, inteligentemente, para que el territorio y sus riquezas sean benéficas para todos los nacionales y habitantes de esta tierra, en donde hemos nacido y han muerto nuestros antecesores.

Esta es la reivindicación –no entendida por el gobierno despótico actual– que tienen como portaestandarte la resistencia originaria que ha logrado superar dos enfrentamientos letales.

La Constitución panameña debe garantizar a los pobladores de un determinado territorio –así sea que la propiedad sea comunitaria o comarcal, sea individual con sentido social–, el derecho a autorizar minerías y la explotación de recursos naturales. No se trata solo del agua o de la tierra, sino del aire y del mar.

 Mañana vendrán las plantas eléctricas solares o eólicas y dichas inversiones no podrán ser para que la minoría se enriquezca en exceso y la mayoría se empobrezca, como está sucediendo en el mundo del mercado insaciable y devastador.

Los originarios no aceptan embalses, tipo hidroélectrica del Bayano, ni tipo lago Gatún que no redunden en beneficio de los nacionales panameños. El caso del Canal es paradigmático. Los mismos artífices del tratado canalero aplauden los miles de millones que se reciben hoy contra las decenas que se recibían ayer. No obstante, los ingresos del Canal, contractualmente, son para el funcionamiento del Canal y para garantizar el comercio internacional. Los originarios ngäbe-buglé, nos están diciendo, sí a toda obra para el desarrollo comunitario y ninguna obra para beneficiar a pocos, menospreciando el sentido de un Estado democrático constitucional.

http://impresa.prensa.com/opinion/nacion-Roberto-Arosemena-Jaen_0_3322167831.html

sábado, 4 de febrero de 2012

La discusión sobre la Sala Quinta

Francisco Díaz Montilla

La Carta Magna reserva a la Corte Suprema de Justicia la más noble tarea que puede tener una institución en un estado derecho: guardar su integridad. Pero al declarar inconstitucional 10 artículos de la Ley 49 de 1999 que derogó la Sala Quinta de Institución de Garantías, los magistrados han salvaguardado sus intereses y no la integridad de la Constitución.

Los argumentos del magistrado ponente, ahora flamante presidente de la Corte, se pueden resumir como sigue: Mientras que la Asamblea por “ley tiene la facultad de aumentar el número de magistrados de la Corte, al poder crear salas nuevas”, “de ninguna manera puede disminuir el número de magistrados...”. La razón de ser de esta imposibilidad es que se crearía un precedente que “sería pernicioso y perjudicial para la estabilidad jurídica” de la Corte. Consideraba el ponente que “si se aceptara como válido que una ley pudiera derogar una sala de la Corte Suprema de Justicia (...), el precedente apuntaría a que fácilmente (...), en el futuro se pudiesen eliminar cualquiera de las Salas...”.

Para el ponente, pues, existe una clase de entidades, las salas de la Corte, tales que estas pueden ser creadas por ley, pero no pueden ser eliminadas, a pesar de que la Carta Magna, cuya integridad defiende, señala en el artículo 159, ordinal 1, entre las funciones legislativas de la Asamblea: “expedir, modificar, reformar o derogar los códigos nacionales”, no existiendo otra limitante que “expedir leyes que contraríen la letra o espíritu de esta Constitución” (artículo 163).

¿Es contraria a la Constitución la eliminación de una sala de la Corte? El artículo 202 señala que “el Órgano Judicial estará compuesto del número de magistrados que determine la ley”. Pero dado que la ley está sujeta a cambios, nada implica que el número de salas no pueda ser menor (o mayor) al actual. El ponente comete el error de asumir que la palabra “ley” tiene sentido invariante, cuando no es así. Ahora agrega que “debe ser un proyecto de ley, nacido del Órgano Judicial, el que debe adecuar todo lo referente a la Sala Quinta”, a pesar de que no hay nada en la Constitución que señale que así “debe” ser en efecto.

El artículo 213 dispone, por otro lado, que “toda supresión de empleos en el ramo judicial se hará efectiva al finalizar el período correspondiente”. Es decir: contrario a lo que señala el ponente, sí es posible eliminar salas de la Corte y remover magistrados mediante ley, siempre que se respeten los períodos de las designaciones. Por ello, había base para declarar inconstitucional el artículo 28 de la Ley No. 49 que dejó sin efecto, de manera inmediata, la designación de los magistrados Staff, Cedeño y Ceville y sus suplentes. Pero la inconstitucionalidad de este artículo no implica que el resto lo sea. De hecho, su efecto práctico es que daría lugar a posibles reclamos de las partes afectadas, sin que ello suponga la reactivación de la Sala Quinta. La derogación de la Sala Quinta ni implicó trauma alguno para la estabilidad de la Corte ni trastocó la independencia del Órgano Judicial; pero su reactivación sí que creó un mal precedente: que el Legislativo no tiene capacidad para tratar por sí mismo asuntos que generen cambios en el Judicial, a pesar de que nada en la Constitución lo prohíbe.

http://impresa.prensa.com/opinion/Sala-Quinta-Francisco-Diaz-Montilla_0_3312418808.html

miércoles, 1 de febrero de 2012

Apuntamiento sobre la Filosofía en Panamá y panameña

Julio E. Moreno D.

Con la excepción del ensayo del Dr. Domínguez C., Los estudios filosóficos en la Universidad de Panamá (1963) y el del Dr. Ricaurte Soler intitulado Temas, reflexión y enseñanza de la Filosofía en Panamá (1991), enfocados desde perspectivas diferentes, no se han elaborado obras sistemáticas de este tenor. Sin embargo, en otros países de Hispanoamérica se han editado obras como La Filosofía en Uruguay en el siglo XX y El racionalismo en Uruguay de Arturo Ardao; La historia contemporánea de las ideas en Bolivia de Guillermo Francovich; La historia de las ideas estéticas en México de Fausto Vega; Despertar y proyecto de la filosofía latinoamericana de Francisco Miró Quesada; La historia de las ideas y de Filosofía en Cuba de Nedardo Vitier; La historia de la Filosofía en Costa Rica del fenecido Constantino Láscaris, entre otras. El autor de este opúsculo también ha contribuido con dos ensayos sobre el tema, a saber: Apuntamientos sobre la Filosofía en Panamá: orto y proceso (1749 - 1968) y La búsqueda de la autenticidad de la filosofía panameña, que a continuación pasamos a ampliar.

Existe una compulsiva inclinación en el panameño -y no precisamente el común- de interrogarse sobre si existimos o no existimos; o, si somos o no somos. Apreciamos una sensación de inautenticidad y de nadidad; una angustia existencial que invade nuestro ser espiritual. Ello explica el por qué también nos preguntamos si existe, o no, una filosofía panameña.

p. 88:
https://drive.google.com/file/d/0B9BhKT04jIZ7ak9nR1A0elVYa1E/view?usp=sharing