jueves, 8 de febrero de 2018

Los derechos humanos como religión secular

Ruling Barragán Yáñez

Yuxtaponer los términos “religión” y “secular” parecería ser un oxímoron, esto es, una expresión contradictoria, como decir “fuego de nieve”, o el clásico “círculo cuadrado”. Sin embargo, desde cierta interpretación, hablar de los derechos humanos como religión secular es perfectamente comprensible, una vez se entiende el contexto actual de nuestros modos de pensar, sentir y actuar en la denominada posmodernidad.

Si comprendemos que por “religión” podríamos referirnos a toda concepción del mundo y el hombre que conlleva pautas de conducta para la convivencia humana y que le dan un sentido global a su existencia, entonces los derechos humanos pudieran entenderse como una religión. Y si además reparamos en el hecho de que los derechos humanos en occidente no apelan o se sustentan en la creencia de ningún ser o ente superior al hombre (a diferencia de la Declaración Islámica de los Derechos Humanos, o Declaración de El Cairo), se entiende perfectamente pues, lo de “religión secular”.

Dicho lo anterior, el problema está en que, una vez se analizan las cosas en detalle –donde se halla al diablo, según el refrán– los derechos humanos no son una idea tan secular como se cree o supone. Hay algo de mito en ella, como en toda buena religión.

Pero que no piense el lector o lectora que los mitos son necesariamente malos. Como se sabe desde hace buen tiempo, gracias a la psicología y la antropología cultural, los mitos pueden ayudarnos a superar dramas y traumas, no solo infantiles, sino también adultos.

Nuestros mitos hoy no son aquellos que narran los Vedas, el Chuang-Tsu, los sutras, el Popol-Vuh, la Tanaj o los evangelios. Actualmente, nuestras preferencias son menos coloridas y fantásticas, siendo –de hecho– literariamente inferiores. Incluso han devenido opacas y aburridas. Reemplazamos a los dioses antiguos por abstracciones modernas.

Nuestras divinidades contemporáneas son la “democracia”, “justicia”, “libertad”, “igualdad”, entre otras, las cuales constituyen nuestro panteón moderno y secular de principios abstractos. Este se resume y articula en ese decálogo laico denominado Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo principal artículo de fe es “la dignidad humana”. Y si alguien duda de que las Naciones Unidas asumió la dignidad humana como un artículo de fe –secular, claro– que vaya al propio texto y verifique.

Con tal decálogo, nuestros antiguos sacerdotes y teólogos son ahora sustituidos por abogados y juristas.

Y si ya conocemos quiénes son nuestros dioses y mediadores, entenderemos también quiénes nuestros demonios secularizados: la desigualdad, pobreza, discriminación, opresión, injusticia, corrupción, violencia de género, etc.

Por supuesto, retornar al mundo mítico-religioso de la antigüedad no es solo imposible, sino que tampoco sería deseable. No podemos canjear nuestras actuales libertades, ciencias y tecnologías por fábulas, barbaries y precariedades de antaño. A todo esto, podríamos preguntarnos, si hay algo de mito en la idea de los derechos humanos, ¿qué tan esperanzador resulta este mito? Tengo mis dudas en lo que se refiere a lo que Walter Benjamin llamaba “las víctimas inocentes de la historia”. Irónica y tristemente, los derechos humanos se enunciaron luego de los más horrendos episodios de la Primera y Segunda Guerra Mundial, pero aquellos derechos no nos sirven para restituir o reparar la vida de todos los que la historia ha masacrado y desecrado a su paso.

Los derechos humanos, a diferencia de otras religiones, no proponen –ni siquiera pueden proponer– rescatar a la humanidad pasada de la nada en que la hemos sumido.

Sus proclamas ven hacia el presente y futuro; solo miran los trágicos cimientos sobre los cuales fueron erigidos para reclamar una justicia que siempre resultará insatisfactoria, pues todo lo humano es limitado e imperfecto.

Son una verdadera religión secular, al igual que el marxismo-leninismo, que solo promete redención y salvación a los que viven aquí y ahora, en dirección al mañana, pero olvidándose del Otro en el ayer, para el cual solo tiene homenajes y recordatorios, pero no verdadera vida.

Concebidos así los derechos humanos –según se suelen interpretar y nos es posible realizarlos–, tendremos la cuestionable reputación de ser la primera civilización en la historia que ignora y abandona toda esperanza en la restitución de la dignidad y la vida de los que ya no están con nosotros.

Si el mito secular de los derechos humanos descuida y reniega de su esencia espiritual, bien podemos dudar de que nos sirva para hacer realidad lo que -en el fondo- exige, promete y espera.

La Prensa, 08 feb 2018