lunes, 16 de octubre de 2017

La muerte, absurdo existencial

Ruling Barragán

Quería haber escrito y publicado esto mucho antes, pero el trabajo no me lo permitió.

Hace tres meses, me informaron de la muerte de uno de mis estudiantes.  Se trataba de un adulto mayor, quien atendió tres cursos de filosofía conmigo. Aunque extranjero, se había nacionalizado panameño hacía muchos años. Su acento era ya más panameño que catalán. Inteligente y cortés, enfrentaba la adversidad con simpáticas ironías.  Conversé varias veces con él fuera de clases, en los pasillos, las paradas y los buses.  A su edad -calculo que tenía como 60 y tantos años- pasaba por dificultades económicas.

Procuraba conseguir trabajo, para laborar dos años más en nuestro país y, con ello, poder sumar a su humilde jubilación panameña una pensión (también humilde), que le correspondería por ser ciudadano español.

De haberlo logrado, se hubiera ido a vivir a España, y así pasar sus últimos años con algunos familiares que le instaban a vivir con ellos.  Traté de ayudarlo un par de veces en su búsqueda de empleo, pero sin éxito.  Dos semanas antes de su fallecimiento, me llegó un anuncio –de un mejor trabajo que los que conoció en sus últimos años –, pero no le pude contactar para decirle y recomendarlo.

Por supuesto, no es la primera vez que sé de la muerte de alguien con quien he tenido un trato afectuoso.  Como a muchos de ustedes, que ya sobrepasamos más de la mitad de la vida que en promedio tendríamos que vivir, se me han muerto familiares, e incluso amigos que no llegaron a cumplir 35 años. Sin embargo, es la primera vez que escribo directamente sobre este tema.

La muerte es un fenómeno cuyo sentido fundamental solamente puede ser abordado propiamente por la filosofía o la religión, no por la ciencia moderna.  Por qué es esto así, se preguntarán. Lo que sucede es que para el pensamiento científico-técnico, las cuestiones acerca “del sentido de la vida” (y, por ende, “del sentido de la muerte”) no tienen cabida.  Las ciencias y tecnologías modernas no abordan asuntos que tengan que ver con el “sentido de las cosas”; mucho menos aún, con un “sentido fundamental”, si acaso lo hay y podemos conocerlo.

Aunado a lo anterior, para las ciencias (las de carácter biológico, en este contexto) la vida humana no se diferencia en nada de la vida de cualquier otro ser vivo.  Los seres vivos son aquellos “seres que nacen, crecen, se reproducen y mueren”, como simplonamente dicen algunos viejos textos de biología para niños y adolescentes.  Para la ciencia moderna en general, solo somos “algo que ocurre y luego deja de ocurrir”, como cualquier otra cosa que llega a existir.

Hay quienes, por supuesto, prefieren ni siquiera pensar en la muerte.  El mero intento de pensarla les estremece o desconcierta, dejando su mente en blanco, sin palabras.  Esto es algo natural, perfectamente comprensible.  La mente humana no está capacitada, en sus funciones habituales, para tratar este asunto; es un aparato para sobrevivir aquí y ahora, no para reflexionar  ordinariamente sobre esta materia.

Sin embargo, cada uno de nosotros, en especial aquellos que avanzamos más en años, repensamos este tema un poco más cada vez.  Y no solo para arreglar cuentas aquí antes de partir (a quién le dejaremos algún dinero o propiedad), sino para comprender (aunque sea muy precariamente) qué y cómo será esto de morir.

Más aún, para aprender cómo debemos vivir si comprendemos de todo corazón lo que significa ya no estar aquí, lo cual (creo) todos atisbamos cuando nuestros familiares, amigos y contactos -en fin, todos aquellos que hemos querido de alguna u otra manera- empiezan a dejarnos.

El autor es docente universitario