martes, 2 de mayo de 2017

La paradoja del positivismo

Ruling Barragán

En los albores del siglo XIX, con el portentoso y vertiginoso desarrollo de las ciencias naturales –en especial, la física, la química y la biología– surgió lo que en la historia de la filosofía se conoce como “positivismo”. El término no indica un estado de ánimo, sino una propuesta metodológica para las ciencias, incluyendo la filosofía. Su más temprano y célebre exponente fue el filósofo y matemático francés Augusto Comte (1798-1857), padre de la sociología moderna.

En su versión más radical –que no es la de Comte–, el positivismo propone que solo lo que es tangible, medible y cuantificable tiene existencia, sentido y valor. En su versión más moderada, lo que no se puede sentir, medir o contar podría tener alguna valía o significado, aunque carezca de realidad. En cualquier versión, sin embargo, la materia (eventos físicos, químicos y biológicos) es lo verdaderamente real. Las “cosas no materiales” (mentes, ideas, espíritus) –a excepción de la lógica y las matemáticas– son epifenómenos, es decir, existen como una sombra o proyección de otra cosa, que es la que realmente existe.

Curiosamente, Comte creó una nueva religión (que incluía una iglesia y un catecismo): la “religión de la humanidad”. En ella, el santoral católico fue reemplazado por héroes antiguos y próceres modernos, entre literatos y artistas. El dios de Comte –a quien llamó“el Gran Ser”– era la humanidad y la ciencia, tal como la entendió, constituía su palabra. Así, su filosofía terminó convirtiéndose en un bizarro culto moderno. En 1881 (Comte murió en 1857) un fiel seguidor de sus ideas fundó en Río de Janeiro la “Iglesia Positivista de Brasil”, que aún sobrevive, aunque en declive. El positivismo de Comte pervivió y mutó en otra modalidad, menos estrafalaria: el neopositivismo, también conocido como “positivismo lógico”.

El positivismo lógico tuvo su época dorada entre los años 20 y 30 del siglo XX. Su principal exponente fue el denominado Círculo de Viena y en él se congregaban científicos, en especial matemáticos y físicos. Creían en una “ciencia unificada” (que se constituyó en un proyecto científico internacional) y pensaban que, de alguna manera, la física-matemática podría explicarlo todo (o al menos, mucho mejor). En cierto modo, todo se reducía a la física. Según tal interpretación, la política y la psicología, por ejemplo, serían en el fondo reducibles a partículas atómicas y fuerzas electromagnéticas, aunque a casi toda la humanidad (que no sabe de física) le resulte imposible entender esto. Si bien menos estrambótico que ciertos resultados del positivismo comtiano, el reduccionismo del positivismo lógico comenzó a colapsar cuando se dieron cuenta de que uno de sus postulados de base, el “principio de verificación” (que proponía que todo enunciado científico debía ser verificable) no era verificable por la experiencia sensorial. En nuestros días, la mayoría de los filósofos de la ciencia desestiman esta forma de positivismo. Sin embargo, a pesar de sus reveses, el espíritu positivista nunca ha muerto y, al parecer, jamás morirá. Como alma inmortal de etnia oriental, sigue reencarnando, tomando nuevas formas. En la historia de la filosofía, su más reciente avatar se halla en ciertas interpretaciones de la neurociencia. Para quienes se suscriben a ellas, la libertad o voluntad humana no es nada más que reacciones químicas e impulsos eléctricos en nuestros neurotransmisores, siendo localizables y visibles por tomógrafos. La esencia del ser humano explicada por un escáner. Parece que cuánto más crece el conocimiento científico, más pequeño se hace aquello de lo cual surge ese conocimiento. Vaya paradoja la del positivismo.

https://www.prensa.com/opinion/paradoja-positivismo_0_4747025355.html