miércoles, 2 de abril de 2014

Culpa y racionalización

Pedro Luis Prados S.

Asumir la responsabilidad de sus actos es una de las experiencias morales más difíciles para el ser humano, porque todo acto libremente elegido remite a la responsabilidad por la comisión del mismo y revela nuestro carácter frente a los demás. Son la sumatoria de lo que somos y lo que seremos, y como dijera André Malraux: “Un hombre es lo que sus actos han hecho de él”. Si dichos actos corresponden a preceptos morales y convicciones fundadas, hablan de la personalidad y bonhomía de sus actores; si por el contrario se orientan a mezquinos intereses, al cohecho y a la corrupción son reveladores de la distorsión y carencia de autoestima de sus gestores. Son, en definitiva, el estandarte con que anunciamos ante los otros la intimidad de nuestra conciencia. No podemos desprendernos de ellos y se adhieren, como una corteza, que dice lo que somos ante la mirada de los demás.

La responsabilidad por la libre escogencia del acto conlleva a la culpa cuando entran en conflicto los fundamentos valorativos con la finalidad del acto. Al descarnar al acto de sus motivaciones y exponerlo como una decisión intransferible, la culpa toma posesión de la conciencia y corroe los cimientos de la moralidad personal. Así, desamparado y culpable el hombre se debate entre el peso de sus acciones y la necesidad de aceptación de los demás, por eso busca la expiación de la culpa de múltiples maneras, desde la penitencia religiosa hasta el encubrimiento de la falta. La confesión, la penitencia, al igual que la racionalización, son vías utilizadas para descargar la culpa y aligerar su peso, con la diferencia de que en la expiación religiosa se presume una auténtica compensación por vías de la fe, mientras que en la racionalización se articula un encubrimiento por camino de la justificación.

Fue Ernest Jones, discípulo de Freud, quien tipificó esta conducta y logró la descripción psicoanalítica de su evolución, diferenciándola de la mentira como forma de coludir una acción. A diferencia de la mentira, articulada para engañar a los demás por interés o necesidad, y de la cual su emisor tiene pleno conocimiento de la falsedad de sus presupuestos, la racionalización está sujeta a un discurso lógico elaborado para convencer a los demás de los motivos de la acción o para trasladar la responsabilidad a otros. De esta manera la racionalización se convierte en una justificación organizada intelectualmente para convencer a los demás partiendo del convencimiento personal del argumento. Se miente a sí mismo para mentir a los demás, con el resultado de la interiorización y asimilación de la “veracidad” del discurso. Se precipita en lo que Jean Paul Sartre denomina “mala fe” como existencia inauténtica.

El mayor riesgo de la racionalización es la posibilidad de desembocar en el delirio, con el cual se revelan rasgos esquizoides en el sujeto empeñado en convencer a los demás de sus argumentos. Posesionado de su verdad reitera, desdobla y añade nuevos elementos a su elaboración lógica provocando tal acumulación discursiva que dificulta su credibilidad, lo que conduce a actitudes histéricas y muchas veces a la pérdida de realidad. Entre más se empeña en convencer a los demás, menos credibilidad logra en su cometido, llevando su representación a manifestaciones histriónicas y al ridículo.

Por ser una conducta extendida entre los panameños, consecuencia de su precario nivel cultural y la inconsistencia de su patrones éticos, la mentira tiene carta de naturaleza y se practica como una forma de convivencia. En muchas ocasiones ni siquiera la confrontamos y nos basta una sonrisa irónica o un movimiento de cabeza para expresar nuestra incredulidad. Sin embargo, la racionalización ha sido asumida como una conducta inherente al ejercicio político, con la cual no solo se quiere exculpar la responsabilidad de los actos, sino convencer a los demás de la bondad de los mismos, haciendo uso de los más variados recursos mediáticos.

Como una enfermedad en plena evolución vemos políticos abanicarse con fajos de billetes argumentando que ese dinero era para obras de su comunidad; diputados tránsfugas explicando que su salto se debe a que el partido escogido refleja sus ideales de juventud; funcionarios judiciales desgañitarse explicando que el cierre de un expediente impide cualquiera reconsideración moral sobre lo actuado; dignatarios con el rostro enrojecido y los ojos entrecerrados ante las cámaras de televisión denunciando la calumnia de sus adversarios ante la falta de transparencia de sus actuaciones.

En fin, ante la cotidianeidad de la mentira y la abrumadora persistencia de la racionalización, es mejor que los panameños aprendamos a tolerar la primera porque en su espontaneidad y convivencia popular podemos descubrirla, ironizarla y divertirnos. Sin embargo, debemos ser muy cuidadosos con la racionalización, pues su extensión puede llevarnos al delirio colectivo.

http://www.prensa.com/impreso/opinion/culpa-y-racionalizacion-pedro-luis-prados-s/302015