martes, 6 de marzo de 2018

Tradición y libertades modernas

Ruling Barragán

La antítesis actual y local, entre quienes se posicionan en pro de la familia – tal como se entiende y valora por las tradiciones religiosas – y, en contraposición, aquellos que se oponen a ellas sustentándose en derechos y libertades propias de la modernidad, no es tan reciente ni regional. El choque que aquí se da no es sino una instancia particular de un fenómeno global.

No hay nada original en esta idea; se deduce del planteamiento de dos grandes pensadores vivos de la política mundial, el filósofo y sociólogo ruso Alexander Dugin (1962-) y el politólogo norteamericano Francis Fukuyama (1952-).

En las siguientes líneas, procuraré resumir – aunque de manera muy insatisfactoria– cómo ambos ven el asunto, contraponiéndose el uno al otro. Me veo forzado a simplificar mucho ciertas ideas; espero no distorsionarlas demasiado.

Dugin parte de una concepción filosófico-religiosa denominada “tradicionalismo” (también conocida como “perennialismo”), cuyo original expositor, René Guenón (1886-1951), estimó que el mundo moderno es, en general, uno de decadencia moral y espiritual, identificándolo con lo que en el hinduismo se conoce como Kali-Yuga (lit., “edad de Kali”) un periodo histórico inevitable (el cuarto y último de tres previos), en que las virtudes humanas decaen a tal grado que ya no pueden decaer más, trayendo consigo – necesariamente – una revolución epocal, luego de la cual se restaurará un orden físico y moral en el mundo.

Para los tradicionalistas, la modernidad – a pesar de sus grandes logros científico-tecnológicos – no hace del ser humano una persona fundamentalmente mejor, sino todo lo contrario. Tiende a corromperlo, cada vez más. Según el tradicionalismo, la tecnociencia se basa en una gran capacidad racional (de ratio, razón), pero que es inferior a lo que ellos llaman “intelecto” (del griego, nous, o el árabe aql), una facultad cognitiva a la cual el hombre moderno ya casi no tiene acceso, al hallarse sujeto a ideas y deseos que solo intentan satisfacerle y distraerle egoístamente, siendo cada vez más exacerbados por el progreso material de las sociedades en que vivimos y la manera de vivir que fomentan.

El mundo moderno es pues, para los tradicionalistas, un mundo decadente y sin trascendencia (pues su ciencia desestima que haya realmente Dios, almas o justicia cósmica), que carece de principios o valores absolutos, y cuyo único propósito es producir y consumir para la satisfacción de prácticamente cualquier deseo. Para Dugin, este es básicamente el mundo sobre el cual se ha construido el neoliberalismo y su “turbocapitalismo” (Lipovetsky) en las sociedades occidentales modernas y su forma de vida, lideradas por Estados Unidos, la Unión Europea y la ONU, o el eje “Washington-Londres-Bruselas”, como a veces le llama. A este mundo, él contrapone el bloque euroasiático, liderado culturalmente por Rusia, que se sustenta en valores tradicionales, combatiendo así la colonización ideológica que se intenta imponer mundialmente: cierta interpretación de los derechos y libertades modernas (ahora conocidos como “derechos humanos”), que son defendidas por el eje antes mencionado.

Si al lector le resulta difícil o imposible asimilar lo anterior, no lo culpo. Sin embargo, esa es básicamente la concepción en que se basa la geopolítica de Dugin. Algunos autores académicos la denominan “metapolítica”, pues es una política que se erige sobre cimientos metafísicos.

La visión de Fukuyama es menos especulativa y preocupada que la de Dugin. Fukuyama ve con buenos ojos la globalización del capitalismo y las democracias modernas y liberales, hacia la cual – según él– nos dirige la historia mundial, casi inevitablemente. El viejo contendiente que tenía el liberalismo en su camino hacia el “fin de la historia” -–el socialismo marxista – ya feneció y no retornará. Toda la historia mundial, desde principios de la modernidad hasta nuestros días indica que nos dirigimos hacia “Dinamarca”, esto es, hacia sociedades prósperas, pacíficas, igualitarias, eficientes y sin corrupción gubernamental.

Nuestros reales problemas en la actualidad son la desigualdad, la corrupción y el terrorismo; una vez se solucionen, llegaremos a la tierra de Jauja, porque a pesar de los reveses y las demoras, la racionalidad hegeliana inmanente a la historia se realizará, nos guste o no. Curiosamente, Fukuyama reconoce que Dinamarca es el resultado de casuales circunstancias y condiciones (históricas, culturales, geográficas, etc.), en extremo favorables, que seguramente nunca se darán en países como Haití o Eritrea. Es decir, Dinamarca como “fin de la historia” es en parte producto del azar y no totalmente resultado de la racionalidad del curso de la historia según Hegel.

Un punto central en la concepción de Fukuyama es que las democracias occidentales, modernas y liberales, se fundamentan en la idea de “tolerancia”, que puso fin a las guerras de religión que azotaron a Europa a partir de la reforma. “La esencia del liberalismo – el conjunto de libertades laicas (que incluyen las religiosas) – es la tolerancia”, afirma Fukuyama. Es por ello que la democracia liberal es verdaderamente universal, porque ninguna sociedad en el mundo puede subsistir funcionalmente (al menos por mucho tiempo) sin respeto a la diversidad. “La democracia liberal es una adaptación funcional que surge de la necesidad de lidiar con la multiculturalidad, pues no existe ninguna sociedad que sea totalmente homogénea”, señala el politólogo. A juicio de Fukuyama, este tipo de democracia es la mejor, pues su principal virtud es, precisamente, ser tolerante.

La filosofía política de Fukuyama también contiene un componente de metafísica y conservadurismo. Asume una antropología filosófica; para Fukuyama, existe una naturaleza humana, condicionada biológicamente, común y universal a todas las culturas. Esta impone límites a lo que el hombre desea o intenta realizar, individual o socialmente, sean estas estilos de vida o formas de gobierno.

Aquí pareciera que ambos, Dugin y Fukuyama, coinciden, pero no es tanto así. El conservadurismo de Dugin es “más metafísico”, “más duro”, “ultraconservador”, si se quiere. Fukuyama es un “neocon” (neoconservador) abierto a recular o modificar sus tesis, si los datos empíricos le muestran lo contrario. Así, por ejemplo, en temas controvertidos – como el de los grupos Lgbti o la ideología de género – se muestra más flexible que Dugin, quien se resiste a aceptar que en algún momento en la historia, tarde o temprano, las culturas que conforman el bloque euroasiático (Rusia, China, India y Europa oriental) o del islam aceptarán abiertamente las reivindicaciones de aquellos grupos.

Todo esto nos retrotrae a lo que actualmente enfrentamos en nuestra nación. El encontronazo de dos maneras de ver y ser en el mundo. ¿Quiénes se impondrán finalmente en nuestro suelo, los valores tradicionales de la religión o las libertades modernas de occidente? Y luego que una se imponga, ¿ habremos hecho con ella un mejor país? Como se dice popularmente, “amanecerá y veremos”.

La Prensa, 6 de marzo 2018