sábado, 26 de agosto de 2017

Política permanente

Roberto Arosemena

La política tiene un contenido justo o despótico. Es el debate entre corrupción y justicia. Lo significativo es encubrir despotismo –una forma de imponer el poder- con corrupción –un método de lucrar del poder. El monarca llegó a ser déspota y por tal motivo se le cortó la cabeza. Lo importante de los déspotas modernos es que son corruptos. Al corrupto no se le aplica la pena de muerte, se le ponen multas, fianzas, compensaciones, inhabilitaciones y se les deja en manos de tribunales indulgentes y de magistrados ansiosos de buenos ingresos. El temor del delincuente político es el “linchamiento” -una forma de justicia que aplica el pueblo para hacerse justicia con sus propias manos-. Para evitarlo se aplica, mediante leyes, el “debido proceso”. Medio de juzgar al ciudadano con presunción de inocencia, extensivo al juzgamiento de los déspotas y corruptos. Este dilema se presentó a la asamblea revolucionaria francesa y esta dictaminó que el juicio y debido proceso eran para los seres humanos y que los déspotas debían morir.

¿Qué tipo de seres humanos son los déspotas?

El déspota corrupto es un ser humano, revestido de autoridad por voto popular. La condición de gobernante se adquiere en tal forma que se deja de ser, en la práctica, un ciudadano con limitada discrecionalidad. En esto consiste el riesgo del que se erige sobre la ley, la posibilidad de ser juzgado, directamente, por los tribunales populares. La autoridad sería aquel humano digno de reconocimiento y honor si es efectivo, justo y respetuoso de la ley, y merecedor de la pena de muerte si es déspota y corrupto.

La administración de justicia de este siglo XXI tiene los ojos bien abiertos para identificar a déspotas y corruptos como ciudadanos comunes, cuando en realidad, son representantes del poder soberano, utilizado en beneficio propio y con el uso de la fuerza, la intimidación y el engaño. El caso de Ricardo Martinelli Berrocal, presunto delincuente político, entra en esa categoría de individuos que tomaron distancia de los humanos corrientes y por el voto popular fueron revestidos de la sacralidad del poder. Notoriamente se organizó políticamente para corromperse y ejercer la autoridad como déspota. Actualmente, sin embargo, ninguna autoridad judicial se atreve a considerarlo delincuente, si previamente no se le imputan los cargos en un tribunal competente.

Pregunto, ¿si precipitadamente, se le concedió a Ricardo Martinelli todo el poder de la Presidencia de la República, por el mero hecho del sufragio mayoritario –hecho eminentemente político- por qué ahora rehúsa un juzgamiento político y exige ser juzgado como un corriente ciudadano? Presumo, que no obstante haber sido condenado como “rebelde”, mantiene todo el poder mediático y recursos multimillonarios para continuar intimidando y engañando, de la misma manera como logró posesionarse, en mayo de 2009-2014, de un puesto político que lo colocó por encima de las ciudadanas y ciudadanos panameños.

Aquí radica la inconsistente premisa que puede hacer de la política un ejercicio de corrupción y despotismo, cuando en realidad debería ser una premisa de justicia y régimen de derecho. Ya se está a punto de iniciar un proceso electoral para elegir un nuevo presidente de la República, con la carga onerosa de la impunidad del equipo de gobierno pasado.

El problema de la política no son ni los partidos políticos ni los individuos aislados que pretenden llegar al poder político como independientes. Es aleccionadora la disputa legendaria entre Yahveh y Samuel para nombrar un rey. Israel ha querido tener un rey y Dios le impone una condición: no será un profano, sino un líder religioso de su pueblo. Esta situación no evita ni la corrupción ni el despotismo del rey designado por el profeta. La teocracia no se escapa de la corrupción del gobernante, sino que facilita el despotismo religioso. Concluimos que el problema político es un asunto primordialmente popular y humano.

http://www.prensa.com/opinion/Politica-permanente_0_4834016627.html