domingo, 27 de septiembre de 2015

Corrupción institucional

Francisco Díaz Montilla

Siguiendo a M. Hauriou (Compendio de derecho administrativo y derecho público general) se podría suponer que en el ejercicio de sus funciones el agente público debe discernir entre lo legal e ilegal, entre lo justo e injusto. Este deber es más exigible cuando el agente toma decisiones que implican el uso de recursos públicos, porque de esas decisiones derivan consecuencias diversas (jurídicas, sociales, económicas, institucionales, etc.).

Pero no siempre las cosas ocurren así. Con frecuencia, los criterios de legalidad y justicia no constituyen parámetros desde los que el agente público actúa, y apelar a preceptos constitucionales o legales sobre transparencia y rendición de cuentas en la gestión no garantiza su eficacia. Incluso la Constitución y la ley se minimizan ante los intereses (personales o de grupo), de hecho no pueden ser sustraídos de estos. Escribía Kautilya (Significado de las reglas) que: “Así como es imposible que alguien no perciba el sabor de la miel o el veneno que se encuentra en la punta de su lengua, así también, para el que se enfrenta a los fondos de gobierno, es imposible no saborear, al menos de forma mínima, la riqueza del rey”.

Como atinadamente apunta J. B. Coelho (Derecho tributario y ética), el escritor y ministro de Hacienda exterioriza: “La existencia de una inclinación innata, en mayor o menor escala, de aquellos que usufructúan de los fondos públicos a incurrir invariablemente en la práctica de la corrupción administrativa”. Si nos atenemos a los medios de comunicación y a las actuaciones del Ministerio Público, específicamente en las fiscalías anticorrupción, pareciera que en el quinquenio pasado saborear (y no de forma mínima) “la riqueza del rey” fue la regla. Escándalos como el de la Defensoría del Pueblo por sobrecostos en la contratación de servicios profesionales, el fantasmal proyecto de riego en Tonosí, el Programa de Ayuda Nacional, y el desmedido uso de recursos públicos para favorecer a candidatos a puestos de elección, entre otros, implicaron una seria erosión de los fondos estatales en beneficio de los servidores públicos y de un selecto grupo de amigos y allegados al poder.

Pero las prácticas de corrupción del quinquenio pasado no pueden considerarse atípicas o contingentes, son una especie de constante en la historia nacional (véase, por ejemplo, de Celestino Araúz, La corrupción institucional en Panamá). Y aunque muchos hoy vuelven la mirada hacia lo ocurrido en el pasado reciente, demandan justicia e ingenuamente se regocijan ante la posibilidad de procesar a un diputado en fuga, nos olvidamos del presente. ¿El agente público de hoy realmente desempeña mejor sus funciones que el de hace 5, 10 o 15 años?

En un estado de derecho es de esperar que estos escándalos se resuelvan y se determinen las sanciones o absoluciones que correspondan. Esto, en efecto, para los casos ocurridos. Pero para los que ocurren o pudieran ocurrir, se requiere algo más que el derecho. Sobre ello los guatemaltecos nos han enseñado mucho en estos días.

http://impresa.prensa.com/opinion/Corrupcion-institucional-Francisco-Diaz-Montilla_0_4310568958.html