lunes, 21 de febrero de 2011

Los penitentes sin pecado

Pedro Luis Prados S.

El descubrimiento de América abrió acceso a nuevas tierras, riquezas, alimentos, modelos administrativos utópicos y, en especial –como en un laboratorio–, a la creación de una subespecie que llamaron indios en una equívoca identificación con las Indias Orientales. A estos especímenes se les cuestionó la facultad de pensar hasta que un fraile dominico argumentara que “eran entes de razón” susceptibles a la catequización; sin embargo, se les desplazó a “reductos” y “encomiendas” para mantenerlos en disposición del modelo feudal impuesto por los conquistadores. Los viajeros de Indias, mercenarios desempleados, limpiaron la trocha para imponer la espada y la cruz, arrasando imperios y gestando el mayor genocidio de la historia.

Como muestrario de lo venidero los requerimientos, enfermedades y sobreexplotación diezmaron hasta el exterminio la población indígena caribeña y avanzó como la muerte roja sobre el istmo centroamericano para extenderse por todo el continente. Tres siglos de discriminación y violencia impuesta por los administradores coloniales, la Iglesia y el despojo sistemático, sumados a dos siglos de “vida republicana” conformada por estados nacionales dominados por burguesías dependientes e intermediarios desclasados, articuló un mecanismo de enajenación de tierras –con leyes de desamortización o el simple despojo– que expulsó las poblaciones indígenas a las montañas y páramos de sus propias tierras.

Replegados a montañas no aptas para la explotación agrícola o ganadera, desplazados de las costas y sabanas propicias para el desarrollo portuario y urbano, fueron sometidos a una vida marginal y subhumana; en ocasiones una epidemia o una hambruna de grandes proporciones revelaban alguna comunidad en proceso de extinción. Fuera de eso, los recordatorios se limitan a cíclicos recorridos de políticos, una volátil visita ministerial o una primera dama empeñada en distribuir aguinaldos. Sus peticiones eran transmitidas por intermediarios con un lenguaje refinado para no asustar al gobernante, o por comisiones internacionales que daban cuenta de estadísticas y necesidades de financiamiento de nuevas investigaciones. Insustanciales, eran percibidos a través de algún documental aspirante a un premio Grammy o una novela merecedora a un premio literario.

Como penitentes son obligados a arrastrar cadenas de carencias y penurias por un pecado que no cometieron y que ni siquiera conocen.

Para asombro estos subhumanos objetos de eruditos trabajos de antropólogos y elocuentes discursos políticos, se han tomado la palabra y responden con los mismos verbos utilizados para recriminarlos; ya no danzan para los turistas sino para llamar a la lucha; no necesitan interlocutores, hablan por sí mismos y no para agradecer, sino para denunciar al subhumano oculto bajo el saco y la corbata. De golpe han desechado las súplicas, el “humanitarismo”, y las promesas de reivindicación. Con la soledad ancestral del marginado no se preocupan del apoyo o reconocimiento de sus semejantes distantes y prejuiciados, pues una nueva revelación está frente a ellos: ¡Ser ngäbe, ser kuna, ser emberá significa eso, en lenguaje y en naturaleza: ser hombre! ¡Han dejado de ser un conglomerado para convertirse en una comunidad!

Hace medio siglo Franz Fanon, en Los condenados de la tierra, advertía sobre ese despertar del colonizado y el reclamo de su humanidad frente al sistema que lo reducía simple objeto en el trasiego de materialidades. Reclamo que tiene en su raíz la violencia, ya que la violencia del colonizador no puede ser impugnada de otra forma que por la violencia misma. La explotación y la marginalidad no son otra cosa que violencia institucionalizada por el modelo económico y político del colonizador. Algunos, apegándose a la figura jurídica de las poblaciones indígenas, ripostarán: ¡Pero, estos no son colonizados!

Tienen toda la razón, nuestra Constitución le concede igualdad ante la ley, derechos políticos y prestaciones sociales en hermosos discursos impresos. Tampoco, se les mata en campañas conquistadoras, se les somete a esclavitud o se les tortura con grilletes; para eso está la discriminación como forma refinada de genocidio, la explotación con sueldos irrisorios en lugar del látigo, o el hambre en sustitución del garrote.

Ahora, la culpa desconocida o el atavismo histórico no cuenta. Solo sobrevive la hambruna, la necesidad diaria y el amor a la tierra. Por eso, no valen los discursos ideológicos ni las promesas electorales. Setenta mil indígenas bajan de las montañas no para pedir dádivas ni promesas. Arrastran bajo sus pies la miseria y el hambre para decir: “Ahora estamos aquí”. Para dejar sentado que un régimen que utilice la enajenación, la manipulación o la violencia en nombre de la calidad de vida hace como la Tulivieja: ¡Caminar sobre las piedras del río, pero siempre contra la corriente!

http://impresa.prensa.com/opinion/penitentes-pecado_0_3051445057.html