viernes, 9 de mayo de 2008

El salario de una vocación

Pedro Luis Prados S.

El proceso de restauración y reconstrucción de importantes ciudades europeas a finales de la Segunda Guerra Mundial, obligó volver la mirada a los maestros de la pintura renacentista para recuperar los detalles y ambiente de los espacios destruidos. Las obras de Bernardo Belloto, sobrino del Canaleto y que firmó algunos de sus cuadros con el mismo seudónimo, fueron un material obligatorio para la reconstrucción de algunos edificios de Dresde y el casco viejo de la ciudad de Varsovia, hoy declarado Patrimonio de la Humanidad. Igual tratamiento se le dio a ciudades como Budapest, Praga y Lieja, Londres y Berlín en un esfuerzo por devolverle su antiguo esplendor.

¿Qué razones llevan a estos pueblos a rescatar arquitecturas que guardan siglos de influencias y estilos, en lugar de aprovechar la coyuntura bélica para rediseñar el uso de los espacios? Simplemente se trata de pueblos maduros, convencidos de la necesidad de preservar la memoria histórica como núcleo de la identidad colectiva.

La madurez de una sociedad está estrechamente relacionada con la toma de conciencia del valor de su pasado histórico. Eso la consolida e identifica permitiendo hacer frente a las amenazas de disolución foránea e interna. Memoria histórica e identidad cultural son términos de la ecuación que da como resultado la identidad nacional. Aisladas carecen de sentido y todo intento de separarlas las reduce a mera caricatura o discurso demagógico.

En nuestro país, los cartesianos del turismo, de la publicidad, de los medios de comunicación y los agentes inmobiliarios han encontrado la fórmula para reducir ese espíritu de cohesión materializado en plazas, calles y edificaciones a una simple escenografía para tomas rápidas de "la pollera, el tamborito y el Canal de Panamá".

Lo que nos llama la atención es la disposición de nuestros "arquitectos restauradores" en adecuar los inmuebles del Casco Viejo de la ciudad, también declarado Patrimonio de la Humanidad (pero que antes de ser de la humanidad fue panameño y, por eso, debemos protegerlo) o de otras áreas de la ciudad, a las exigencias de los inversionistas y agentes inmobiliarios sin importar que las obras sean de Agustín Crame, Ruggieri, Villanueva, White o el mismísimo Antonelli, ante la mirada impotente de los funcionarios de la Dirección de Patrimonio Histórico. Como si ese espacio fuera solo el decorado de una mala película, se derrumban edificios, modifican balcones y se resanan las fachadas para dar cumplimiento a una imprecisa legislación y, como si esto no bastara, se levantan adoquines de principios del siglo pasado, sin que nadie sepa a dónde van a parar, y se suplantan por planchas de cemento moldeado, con la excusa de la consistencia del material.

Como operarios de un salón de belleza, remozan y maquillan la vieja ciudad para hacerla más atractiva a los compradores.

Desconocedores de ese acumulado histórico pasan indiferentes entre las calles, callejones y viviendas en que se desarrolló con grandezas y penurias la vida cotidiana, las lides políticas, la creación cultural, los dramas familiares y las luchas callejeras que fueron moldeando nuestra entidad nacional.

Mientras dedicados historiadores como el Dr. Alfredo Castillero Calvo empeñan sus mejores esfuerzos, con un amplio reconocimiento internacional, en reconstruir la vida pretérita de nuestros principales núcleos urbanos, hurgando entre legajos y cédulas coloniales, hay quienes se dedican, y pareciera que con el mismo empeño, a desdibujarla y convertirla en trasfondo para cuñas publicitarias y graciosas tomas para calendarios, en tanto que el resto de nuestros ciudadanos se recrean bailando por un sueño.

Son múltiples las amenazas que pesan sobre los espacios históricos en estas latitudes. La explosión demográfica, la contaminación, la pauperización de las áreas, las medidas insuficientes para la regulación del tránsito, la presión del desarrollo comercial y la desidia de la población son sólo unas pocas de ellas. En todos los centros históricos del continente las anomalías surgen en mayor o menor grado, pero ante estas adversidades se han tomado iniciativas públicas y privadas para proteger los conjuntos. La elaboración de planes maestros que normen los trabajos ha logrado exitosos resultados en la puesta en valor del Casco Viejo de La Habana, bajo la supervisión ágil del historiador Eusebio Leal; la casi total recuperación y protección de las fortificaciones de Cartagena dirigidas por Alberto Samudio; los logros estimables de la acción municipal en Quito; la valorización del núcleo colonial de San Juan, Puerto Rico, y de Santo Domingo con programas públicos y privados y el apoyo internacional son sólo unos de ellos.

Conscientes de la permanencia futura como nación está en la preservación y conocimiento de su pasado, estos hermanos países hacen esfuerzos gigantescos por rescatar su memoria.

Un conjuro silencioso de desconocida procedencia parece haber caído sobre los panameños. Sin que sepamos cuáles son los resortes y mecanismos de su funcionamiento ha logrado despojarnos de aquellas cosas que han tenido especial significado o servido como elementos de reconocimiento recíproco o cohesión nacional. Monumentos icónicos que nos hacían sentir parte de un todo homogéneo y con un futuro común desaparecen o son reemplazados por nuevos símbolos creados por una empresa publicitaria.

Barrios, comunidades y sitios de comunes remembranzas y evocadoras de una forma de vida para varias generaciones desaparecen sepultadas por toneladas de hormigón en un abrir y cerrar de ojos. Pareciera que una mente maléfica y aviesos propósitos se empeñara en contagiar a todos los panameños del mal de Alzheimer para que ni siquiera podamos recordar quiénes somos.

Despojados de la memoria histórica que retienen los espacios urbanos; desconocedores del patrimonio histórico mueble (etnográfico, arqueológico, documental y artístico) que deben mostrar adecuadamente los museos; desposeídos de tierras, islas, playas y aguas, que otrora nos fueron tan comunes, por un insaciable apetito turístico; vendidos nuestros bosques, selvas y montañas a ociosos magnates internacionales; "transnacionalizado" nuestro principal recurso geográfico; globalizada nuestra economía y, lo peor de todo, perdido nuestro sentido de pertenencia a un suelo común, sólo recibiremos en un futuro el salario por la doméstica vocación de servir a otros.

http://impresa.prensa.com/opinion/salario-vocacion_0_2288021350.html